₉Botín de guerra

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Una mente necesita de los libros igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo

En la decimoctava noche de viaje, el vino era dulce y ambarino, una delicia poco común de las Islas del Verano que había llevado consigo todo el trayecto desde Casterly Rock, y el libro, una reflexión sobre la historia y características de los ant...

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En la decimoctava noche de viaje, el vino era dulce y ambarino, una delicia poco común de las Islas del Verano que había llevado consigo todo el trayecto desde Casterly Rock, y el libro, una reflexión sobre la historia y características de los antiguos reyes, incluso del invierno. Lord Eddard Stark le había dado permiso para llevarse prestados unos cuantos volúmenes de la biblioteca de Winterfell, que eran auténticas rarezas, y Tyrion los había tomado para su viaje hacia el norte.

Encontró un lugar cómodo lejos del ruido del campamento, junto a un arroyo de aguas rápidas, tan transparentes y frías como el hielo. Se refugió del viento cortante tras un roble viejo y retorcido, se arrebujó en las pieles con la espalda apoyada contra el tronco, bebió un sorbo de vino y empezó a leer acerca de las propiedades de la magia de los Nidhögg. 

El color blanquecino y celeste de sus armas se debe a su alto contenido en hielo, le informó el libro. Es fuerte como el acero, pero más ligero, y por supuesto completamente incombustible. Los Nidhögg valoran en sobremanera las lanzas de hielo, y no es de extrañar. Estas lanzas eran más filosas que cualquier otra arma.

Tyrion sentía una fascinación morbosa por el poder de hielo. La primera vez que fue a KingsLanding, para asistir al matrimonio de su hermana con Robert Baratheon, se había propuesto buscar los cráneos de dragón que habían decorado los muros de la sala del trono en tiempos de los Targaryen. El rey Robert los había sustituido por estandartes y tapices, pero Tyrion porfió en su empeño hasta que encontró los cráneos en el sótano húmedo donde los tenían almacenados.

Había esperado toparse con algo impresionante, quizá incluso aterrador, no que fueran hermosos. Y lo eran. Negros como el ónice, tan lustrosos que parecían resplandecer a la luz de la antorcha. Sin embargo, ninguno tenia aquellas incrustaciones de cristales parecidos al hielo de los que hablaban las historias.

Tyrion metió la antorcha entre las fauces de uno de los cráneos más grandes y las sombras saltaron y danzaron en el muro, tras él. Los dientes eran cuchillos largos y curvos de diamante negro. La llama de la antorcha no era nada para ellos, se habían bañado en el calor de llamas mucho más intensas. Cuando se alejó, Tyrion habría jurado que las cuencas vacías de los ojos de la bestia lo seguían.

Había diecinueve cráneos. El más viejo tenía miles de años, el más joven apenas siglo y medio. Los recientes eran los más pequeños; había una pareja, no mucho más grandes que cráneos de mastín, con extrañas malformaciones. Le recordaron a los dos últimos cachorros nacidos en DragonStone. Eran los últimos de los dragones de los Targaryen, quizá los últimos del mundo, y no habían sobrevivido mucho tiempo.

Los demás cráneos iban aumentando de tamaño hasta llegar a los tres grandes monstruos de las canciones y las leyendas, los dragones que Aegon Targaryen y sus hermanas habían liberado en los Siete Reinos de antaño. Los bardos les habían dado nombres de dioses: Balerion, Meraxes y Vhagar.

¹Reyes del Norte•GOTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora