PRÓLOGO

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En una estación de trenes comenzó todo. Apenas amanecía y Víctor Ivanov, un chico ojeroso y delgado de cabello largo y negro, bajaba de un tren junto a su madre, Bella Ivanov. Al verla, era fácil decir que Víctor heredó sus facciones y ojeras de ella pero los diferenciaban rasgos sutiles los cuales a primera vista no eran tan fáciles de detectar. Luego de un largo viaje, fueron recibidos por Helena, la hermana de Bella, que los esperó abrigada en Surtá, una pequeña ciudad helada con un ambiente de tono azul y poca vida. Se acercaba la temporada de invierno y era notorio. La estación era un esfuerzo por mostrar a los recién llegados a la ciudad lo bonita que supuestamente era, con trenes coloridos que seguían el mismo patrón de colores blancos, rojos y verdes de las paredes, y aunque, a primera vista no parecía mal, solo hacía falta caminar un poco a las afueras de la pequeña parada para darse cuenta de la farsa. Una ciudad poco visible por la neblina dejaba en claro que no era un lugar bonito y lleno de color.


Cruzaron parte de la ciudad en el auto de Helena. En la entrada una estatua de un paleta rodeada de un letrero luminoso que decía: Surtá 67 Parallel. El viaje no duró mucho y Víctor lo aprovechó para observar la ciudad a través de la ventana mientras que su madre y tía no paraban de ponerse al día. Muchos edificios parecían estar abandonados. Víctor sabía que muchas personas preferían salir a buscar suerte en lugares más prósperos, solo que mientras más gente se iba de la ciudad más se agrandaba la moda de poner cartones en vez de ventanas y marcar la mayoría de las paredes con grafitis. Naranja era el color que dominaba en las luces de las ventanas que aún tenían cristal. Humedad y vegetación podrían ser un simple resumen de Surtá. Aún así sorprendía la cantidad de niños que salían a los parques incluso a las cinco de la mañana. "Tal vez van a la escuela", pensó Víctor. Sí, podría decirse que es una ciudad en declive, pero sus habitantes no se dejaban domar por esa idea, aún con la falta de empleos y poca actividad financiera, era común ver a la gente animada dispuesta a vivir toda su vida en Surtá.


Cuando llegaron a su destino y bajaron sus maletas, Víctor se detuvo un momento antes de entrar a su antiguo hogar. Se permitió recordar aquellas noches sentado con sus amigos en las escaleras de la entrada, el sonido de la madera rechinando, las moscas rostizándose en la lámpara eléctrica y el viejo sillón en el porche. Antes de crecer pensaba que sus únicos problemas en la vida serían ¿qué hacer con sus amigos los días venideros? Ahora ni siquiera sabe cómo volver a hablarles, o cómo volver a sentir la felicidad de aquellas épocas. Comenzó a cuestionarse si fue buena idea regresar, pero a fin de cuentas no le quedaban más opciones.


El recibimiento de su abuela fue inmenso, la señora Lidia de unos 80 años no pudo evitar llorar al verlos de nuevo. Colocó sus viejas manos en la cara de Víctor y lo miró. La edad lamentablemente le estaba pasando factura, le era difícil pararse siquiera de su silla pero era una mujer fuerte.


—Aún no tienes el cabello completamente blanco —dijo Víctor sonriendo.


—Tú aún tienes ojeras. Deja de dormirte tarde —le respondió Lidia.


La señora, con su cabello no completamente blanco y su terquedad intacta, era un enigma. La vida, como un juego de ajedrez, la había puesto en jaque una y otra vez, pero ella se negaba a rendirse. Sus rodillas, desgastadas por el tiempo y las batallas, seguían soportándola mientras se levantaba de la silla. A sus casi cien años, había vivido lo suficiente para ver a sus hijas crecer y a su nieto dar sus primeros pasos. Pero aún tenía asuntos pendientes.


Víctor, su nieto, la observaba desde la puerta de su habitación. La habitación estaba congelada en el tiempo, como si el reloj se hubiera detenido hace décadas. Los dibujos y posters en las paredes eran reliquias de su infancia, y el viejo escritorio seguía albergando secretos y sueños. La cama, junto a la ventana, era su refugio, y las sábanas guardaban historias de noches inquietas y sueños imposibles. El clóset vacío y los cajones sin rastro de ropa. Pero había algo bajo la cama: su skate favorito. Las ruedas desgastadas y la tabla rayada eran testigos mudos de aventuras pasadas. Víctor sonrió al verlo y salió en busca de grasa para devolverle la vida.


En la sala, la abuela le entregaba un regalo a Bella, su hija. Una carta hecha a mano y una fotografía antigua. Bella, de niña, junto a Helena, su madre, y al lado, el abuelo. La foto era más que un recuerdo; era un vínculo con el pasado, con la familia unida. El abuelo había fallecido poco después de que se tomara esa imagen. Bella tenía solo nueve años entonces, pero la memoria de aquel momento perduraría para siempre.


El patio era confrontado por el comienzo del bosque, que hacia de sus sonidos una parte más del ambiente, unos pocos pedazos de cerámica adornaban el suelo de tierra junto con adornos de hongos rojos y zonas de siembra. Víctor caminó hasta el mini almacén con paredes de madera. No tardó en encontrar el envase con grasa. Pudo devolverle la fluidez a las ruedas así que se lavó las manos para ir al parque de skate cerca de la ciudad. Este estaba casi solo, la mayoría de personas estudiaban o trabajaban a esas horas y era poco común ver las zonas recreativas llenas de gente, salvo por los pocos noctámbulos que desafiaban el ciclo convencional del día. pero el ambiente poco a poco se fue atenuando; Surtá, siempre envuelto en sombras, se sumergía en una oscuridad aún más profunda. Uno a uno, los visitantes se dispersaron, dejando a Víctor en soledad, enfrentando la vastedad del bosque y el eco de sus propios pensamientos.


El viento arreciaba, los árboles se agitaban con una intensidad casi vengativa, y los sonidos del bosque se amplificaban, como si la naturaleza misma estuviera despertando. Víctor, lejos de sentir miedo, encontraba un extraño consuelo en esta fuerza primordial. Con los brazos abiertos, se entregaba al abrazo del viento, dejándose llevar por los recuerdos de una infancia que parecía tan lejana y, sin embargo, tan presente en el susurro del viento.


 —¡Escóndanse! ¡El último a quien encuentre gana! —la voz de un joven Víctor resonaba con eco en el vacío, mientras jugaba con sus amigos en lo que parecía una eternidad atrás. De él emanaba una sensación de calor hogareño que ahora se sentía como una ironía cruel ante la soledad que lo envolvía. Allí estaba, solo en el parque, sin nadie a quien buscar, aferrándose a los ecos de un pasado que parecía haberse desvanecido. Y entonces, en un instante, como si el mismo tiempo se hubiera cansado de fluir, todo se detuvo. El viento cesó su danza, los sonidos se extinguieron como llamas bajo la lluvia, y el mundo pareció contener la respiración. Solo el latido de Víctor, fuerte y claro, rompía el silencio.


Con su mirada clavada en la espesura del bosque, Víctor podía sentir la presencia inquietante de algo, o alguien, que lo acechaba desde la sombra de los árboles. Una opresiva niebla gris se cernía sobre él, avanzando lentamente, amenazante. Un presentimiento oscuro lo invadía; no había calma, solo ansiedad, remordimiento y un miedo que le roía el alma. De repente, su visión se nubló, perdió su mirada momentáneamente. Buscó distraerse, intentando calmar el torbellino de su mente, pero la efímera paz se desvaneció cuando el silencio se rompió con el creciente zumbido de un televisor antiguo, sin señal, emergiendo del corazón del inmenso gris. Víctor ya no podía más; su razón le decía que todo era un engaño de su mente, pero el sonido persistía, implacable. Decidido a huir de aquel tormento, intentó levantarse del suelo frío donde yacía, pero justo antes de poder hacerlo, el sonido cesó abruptamente, dejándolo en una quietud aún más perturbadora.


—Pero ¿Qué mierd...? —se preguntó Víctor confundido, sin apartar su mirada del bosque y mostrando una sonrisa de confusión. De repente, una mano gélida se posó sobre el hombro de Víctor, cuya piel se erizó al instante. Inmóvil, su corazón latía con fuerza, resonando en el silencio sepulcral que lo rodeaba. La sombra de un temor se cernía sobre él, paralizándolo con un terror. Rápidamente quitó la mano de su hombro y volteó para escuchar, —Así que volviste.





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