Entré a un baño perfumado. Andaba visitando por esos lados un pequeño pueblo con un nombre bastante particular. Gaiman, poco conocido por el resto del mundo, pródigo el humano en cuanto a dignarse a contemplar lugares radiantes de belleza. Pero no necesariamente de belleza estereotipada. La belleza que emerge de la tierra ante la vida que se encuentra por ahí, ante el sentimiento grato de poder contemplar el mundo con un par de ojos. Suertudos. Sobran descripciones. Faltan vivencias. Siempre faltarán las vivencias. Porque son muy pocos aquellos locos que se animan a vivir.
También estaba teniendo la suerte de que mis pies pasen por suelos sucios de pachamama. Que asco la tierra cuando la miramos con los ojos incorrectos. Pinchan las rocas. El frío del agua quema bastante. Pero qué puedo hacer yo ante la inmensidad de lo que me rodea más que contemplarla tal como existe. Absurda esa cualidad del ser de quejarse por cosas invariables. A quién le gustaría cambiar el viento soplándonos en la cara. O las hojas que vuelan por ahí quedando atrapadas en nuestras evolucionadas extremidades. Quejoso el humano ante aquello que ve y no puede amoldar al gusto propio. Lo siento, siempre será más grande que nosotros.
Una persona que una vez por allí conocí, movía su cuerpo al ritmo de la música sin importarle nada. Nadie la estaba viendo. Mentira, si, todos la estábamos viendo. Pero no solo viendo. Todos la estábamos admirando. Es difícil describir a esas personas. Creo que lo mejor que puedo decir es que son seres que brillan pero que no tienen la necesidad de ser vistos por el mundo para darse cuenta de ese mismo brillo propio. Suben, bajan, caminan, saltan, ríen, lloran y bailan. Y no les importa nada. O mejor aún. Les importa mucho todo como para no vivirlo a flor de piel.
Ella me miró y mientras yo hablaba se emocionó conmigo. Que afortunada me siento al poder despertar la emoción en una persona como ella. Recuerdo su nombre todavía. Y la admiraré el resto de mi vida.
Me miró mientras revolvía el contenido de la olla de barro. Me pidió que la ayude, únicamente con la mirada. No me lo dijo. La entendí.
Y cuando me despedí sentí su energía. En una creación magnífica del ser humano (realmente no tiene muchas) llamada abrazo.
Me mire al espejo y me reí. No lo toleré. Después lloré, claramente. Y me liberé. Acá estoy. Acá estoy yo, y solamente yo en esta vida que es bastante bastante bastante pasajera.
Las emociones me consumen la mayoría de las veces que intento controlarlas.
Le encuentro solo dos justificaciones. Una, soy una persona muy sensible, dos, tengo ascendente en algún signo que me estaría dando vuelta cada vez que rememoro algo.
Afortunadamente, estoy intentando rememorar solo lo que en algún punto me ha hecho bien. Aunque eso duela bastante en algunas situaciones, prometo que se puede, y también prometo que se puede recordar con amor. Porque el amor hacia uno mismo existe. El amor existe, y lo sé porque yo existo y yo misma estoy llena de él.
No se si me encontré sola en ese punto, o me encontré muy acompañada, los dos al mismo tiempo puede ser. Lo único que me acuerdo es que yo no paraba de caminar. Me dolían las piernas pero mis ojos podían ver más. Y ante esa tentación de subir a algún loco lugar que casi nadie visitó hay muy pocas personas que se pueden resistir. Una vendría a ser yo. Por consecuente mi mamá. Y en tercer lugar, un sabio hombre que me llevó a despertar esa tentación que después de unas horas me llevaría a estar muerta de hambre.
Pero realmente a quién le importan esas cosas tan cotidianas como un almuerzo en un restaurante turístico cuando se presenta la oportunidad de compartir una caminata con una persona de inteligencia sobrehumana.
Aprendí algo bastante particular de esa gente de por ahí. No habrá nada más abundante en esta vida, no podrás encontrar nada más valioso que vos mismo, si sos abundante por dentro. Porque nunca va a alcanzar tenerlo todo, si por dentro no tenes nada.
Me agache para agarrar alcohol y hojas de coca, cuando la voz masculina me dijo: “Tienes que completar tus estudios y salir adelante. Pedí por eso. Sos muy jovencita todavía. Pero vas a ser muy exitosa en esta vida.”
Y yo continuaba caminando, también con una persona que tiene esta especie de locura despierta llamada “querer conocer más”.
Empecé a preguntar, curiosidad desde lo más profundo de mi ser. Y él empezó a hablar.
Tengo una selección de frases que rigen en mi vida y que sostengo para poder mantenerme. Me las repito siempre. Una de ellas es “Hablar vale más que cualquier cosa y más cuando alguien te quiere escuchar”. Robada de una canción de siete, me parece una de las lecciones de vida más acertadas que tuve hasta el día de hoy.
Y yo, por consiguiente, lo escuche hablar. Y aprendí. Aprendí mucho. Porque no hay nada que valga más que alguien que enseña desde lo más profundo de su ser, y un alumno de la vida misma que está entusiasmado por querer conocer.
Me acosté en mi cama de noche y leí mis líneas. Me inspiró algo y leí las suyas “La serenidad de la sencillez”. Que locura pensar en todo aquello que tenemos y que se sienta tan vacío. Cuando no hay nada más placentero que tirarse a tomar mates en una playa de rocas medio escondida por ahí, con otras tres personas con las que te criaste y hacen que se te escapen las risas desde donde hacía unos meses nunca pensaste que podrían volver a salir.
Me escapo un rato de la vida, digo. Pero esta es mi vida. También estoy viviendo, ¿no?
Recuerdo sentirme bastante agitada y encerrada. Que me falte el aire no es nada lindo.
Pero el cachivache gigante aquel despegó para hacerme llegar a otro destino, que ya era conocido, pero desconocido ante las nuevas incógnitas que comenzaban a despertar en mi.
Volví. Llena. Plena, Viviendo. Sabiendo que voy a regresar.
Unos meses después el cachivache despegó de nuevo. Pero yo no estaba arriba.
El cachivache ese me traicionó y tuve que buscar la forma de llegar donde yo quería, como suele pasar en la vida ¿no?. Uno no espera una traición pero hay que saber superar las adversidades que la vida nos pone. Sino te estampas contra una pared.
Y ahí estaba yo, habiendo viajado por veinticuatro horas seguidas, en una estación de taxi allá por Nono. Una mamá y un hijo haciendo dedo. Esa sería yo en cualquier momento si no había taxi. Pero lo que te enfada te domina, dirían muchos sabios incomprendidos y lamentablemente desconocidos por un mundo al que le hace falta mucho aprendizaje. .
Llegué, y un rato después me olvidé. Me descalce y cerré los ojos.
Muy afortunadamente, el cachivache aquel, que me estaba dejando de gustar, volvió a despegar unos días después. Hacía rato que quería conocer el lugar al que me embarcaba. Que locura el destino que te lleva a los lugares donde tenes que estar en el momento en el que tenes que estar.
Y haciendo mucho calor, queriendo comer y tomar algo, seguimos recomendaciones que nos llevaron hasta un pequeño lugar en el que me perdí un poco.
Esos espacios que nos llevan a decir “estoy en el medio de la nada”.
No hay nada que me fascine más que estar perdida en el medio de la nada.
Después de una frustración muy grande por no encontrarnos, recordé un cartel a dos cuadras que marcaba el camino a un café literario.
Me senté en una de esas mesitas siendo recibida por dos seres extremadamente amables. Que triste que nos resulte rara la amabilidad humana. Y con mis tres compañeros de vida, también compañeros en esa loca aventura, nos pedimos algo para comer y tomar.
Agarre un libro que hablaba de los límites de la moral en su primer capítulo, cuyo título era “El placer de vivir.” No se si alguna vez lo volveré a encontrar.
Y fue así como, sin darme cuenta, llegue al final de mi pequeñísimo pero espero abundante y llevadero relato, cuando entre a ese baño de aquel pueblito perdido llamado Gaiman, en donde sentí un perfume que me revivió después de haber estado recorriendo un día entero.
Agarre el potecito del aromatizante con el objetivo de comprar uno igual para casa. Y al leer la etiqueta me encontré con el nombre de su fragancia: “Naranja pimienta".