EN UNA CABAÑA

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El silencio de la habitación se rompió bruscamente por el insistente sonido del celular. El hombre, acostado en su cama, se levantó rápidamente. La pantalla brillante mostraba un número desconocido, el nombre del contacto era apenas una sombra borrosa. Con el pulso acelerado, contestó. La voz al otro lado era un susurro cargado de urgencia.


—Está bien, voy para allá.


El hombre se vistió con premura, su prisa era evidente, pero su rostro reflejaba una mezcla de fastidio y preocupación. Recorrió las habitaciones, encendiendo las luces amarillas que bañaban cada rincón con una luz mortecina. Al pasar por el pasillo, una foto enmarcada llamó su atención. Era él, con su mujer y su hija, sonriendo en un parque, una imagen de felicidad que parecía pertenecer a otro mundo.


La estación de policía. Una oficial en recepción, sumida en una maraña de llamadas. Su expresión era un poema de frustración, y su mano en la frente era un gesto repetido de súplica por calma. Detrás de ella, emergiendo de una puerta con rejas, una mujer alta y de belleza cansada hacía señas impacientes. La recepcionista respondía con gestos, formando silenciosas palabras: "No ha llegado". La espera se hacía eterna.


El sujeto esperado finalmente cruzó la puerta principal. El departamento de policía era un caos, el pánico se palpaba en el aire y las llamadas resonaban como un eco distante. El oficial, un hombre de estatura imponente y mirada que destilaba experiencia, avanzaba por el pasillo principal, hojeando informes con una eficiencia mecánica. Pero de repente, se detuvo. Un informe en particular capturó su atención, su rostro se tensó, una mezcla de seriedad e intriga se dibujó en sus ojos. Sin embargo, continuó su camino hacia recepción, saludó a la oficial aún abrumada por las llamadas y se dirigió hacia la puerta donde lo esperaba la uniformada.


—Matilda, ¿Qué tenemos hoy? —preguntó con voz grave.


—Un desastre, eso es lo que tenemos —respondió ella con voz tensa—. Hay protestas en el sur por las condiciones de las minas. Todo estaba bajo control hasta que un loco empezó a atacar a los civiles. Fue un caos absoluto. Y las desapariciones... tenemos más que la semana pasada, y solo en una noche. No sé qué está pasando en esta maldita ciudad. Afuera están sentados muchos familia


—¿Mandaron operativos a las manifestaciones?


—Sí, atrapamos a muchos destruyendo propiedad privada. La comisaría sur está llena, así que los están trasladando aquí.


—Bien, eso no será un gran problema por ahora.


—¿Y las desapariciones? La semana pasada fueron tres niños, y esta noche... —su voz se quebró— más de tres. Esto cada vez está peor, Ronald. Tenemos pocos sospechosos y la gente está furiosa.


Matilda lanzó una pila de informes sobre la mesa con un gesto de exasperación. Ronald la miró, su expresión era un enigma, pero en sus ojos había un brillo de determinación. Algo en esos informes había encendido una chispa en su mente, una pieza del rompecabezas que podría cambiarlo todo.


—Hay un chico aquí, un tal Ivanov. ¿Sabes dónde está? —la voz de Ronald cortó el silencio con una urgencia que rozaba la paranoia.

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