Día Dos: Mañana

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El Salón del Consejo de Lunas retumbaba como las olas furiosas del mar, en un vaivén de expectación y nerviosismo febril. Chiaza, con su porte erguido y semblante imperturbable, avanzó hacia el estrado principal. A pesar de su serenidad aparente, su corazón latía con fuerza, mezclando nerviosismo y determinación. Como hijo de un líder de clan Suébica, conocía la presión y el escrutinio constante, pero esta reunión era diferente: el destino de su pueblo pendía de un hilo, y él estaba en el centro de todo.

El lugar brillaba con lámparas de cristal titilantes, proyectando sombras danzantes sobre los muros antiguos de piedra esculpidos con símbolos olvidados. El aire era denso, impregnado de la tensión entre los Huaryan y las Zyraquens. Chyquy se alzaba sobre un estrado elevado, su presencia imponente destacaba entre la multitud silente, con su manto de plumas resplandeciendo bajo la luz dorada y el zaque coronando su cabeza, proclamando su autoridad como la Quexuana.

Chiaza se plantó con resolución frente a la asamblea. Las Zyraquens ocupaban asientos tallados en la piedra alrededor de Chyquy en una disposición de medialuna, como cuervos en acecho. Vestidas con túnicas sagradas de algodón bordadas con flores y aves, sus miradas frías como témpanos de hielo, cada una parecía llevar consigo una sentencia sobre el destino de Chiaza.

Bajo el escrutinio de esas miradas glaciales, Chiaza sentía el peso de siglos de tradición amenazando con aplastarlo. Sin embargo, su determinación ardía como un faro en la oscuridad, alimentada por la certeza de que solo él podría rescatar a su pueblo de la espiral helada.

Aun así, nunca se sentiría cómodo rodeado de esas mujeres. No tenía derecho a hablar en el Consejo de Lunas, después de todo, era un hombre entre mujeres. Y el futuro del pueblo y esta reunión era asunto femenino.

Pero él había hablado.

Era una afrenta a las normas establecidas, un desafío directo a la tradición y autoridad de las Zyraquens. Pero Chiaza estaba dispuesto a enfrentar las consecuencias de sus actos, porque creía firmemente en lo que estaba haciendo. Sabía que algunos lo verían como un arrogante o un insensato, pero también sabía que había quienes lo apoyaban en silencio, esperando que tuviera éxito donde otros habían fracasado.

Chiaza intentó sintonizarse con el Sugunquy en un gesto instintivo, buscando el respaldo de la energía natural contra los nervios. Sin embargo, el acceso se le negó, como intentar atrapar un pez escurridizo en un vasto océano. Había olvidado lo frustrante que resultaba el Ubidanzugá inhibidor en el Salón del Consejo de Lunas. Aún no comprendía por qué el lugar más sagrado de las Zyraquens estaba tan severamente protegido contra la energía natural.

Observó a su alrededor. En una esquina, los cuatro lideres de clan lucían chimarras de lana ajustadas al cuerpo. Sus penachos adornados con plumas no solo denotaban su alto rango, sino también los identificaban como Huaryan. Chiaza, aunque no fuera un Cacique, también portaba su propio penacho.

Yesca, su leal guardia y amigo de confianza, también estaba presente. Su retorno, tras una prolongada aus encia, era un bálsamo para Chiaza, quien en estos momentos críticos valoraba más que nunca su apoyo. Aunque las reglas les prohibieran hablar, su sola presencia representaba un sólido respaldo.

Las palabras de Yesca aún vibraban en su conciencia: «Debes hacerlo, porque alguien tiene que iniciar el camino para que otros puedan seguirlo.»

La Quexuana, con un gesto imperioso de su mano, impuso silencio en la sala. Los murmullos cesaron, dejando solo el eco de las respiraciones contenidas y el crujir lejano de la madera en las sombras.

—¿Eres consciente de lo que estás desencadenando? —resonó la voz de Chyquy, sus ojos amarillos brillando como astros en la penumbra del salón—. ¿Por qué deberíamos escuchar a un mero intruso en lugar de desterrarlo de este recinto sagrado, Chiaza-Suguirá-Suébica-Zuazaor-Huaryan?

Canto del Último AlientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora