[7] Sacrilegio.

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La luz amarilla entibiaba las paredes y el suelo era de loza blanca como el de la iglesia. Había un silloncito, una mesa con dos sillas y tierra a medio barrer afuera del baño.

Al fondo de la estancia una puerta abierta enseñaba una cama de sabanas azules, sobre la cual había una caja de cartón que tenía impreso un sartén rojo. Al lado, una bolsa negra. Se podía ver también la ventana hacia el patio trasero de la iglesia y la esquina de un armario. El olor de los productos de limpieza adornaba el ambiente, pero el aire del lugar era viejo y solitario.

Bernardo paseaba los ojos con la cámara colgando del cuello, había algunas imágenes de Jesús en la pared y en la mesita redonda de la estancia, una cerveza.
—No parece, pero está cómodo. Mi Lamberto durmió aquí en año nuevo, dice que muy a gusto se duerme... verá que se me juntó la familia y ocupábamos el espacio. Cuando el Alfredo me dijo que había venido por lo de Doña Beatriz, le ofrecí el techo y como que le hacía falta. Le dije nombre, ni con un beso me convences de que duerma yo ahí con los Rivas —la señora Viridiana lanzó una risita y bebió un poco de la cerveza—. Verá que antes anduvimos de novios, el Alfredo y yo. De eso ya pasó mucho tiempo...
Pero algo la interrumpió. Bernardo se disculpó y salió a la entrada para responder su celular, dándose cuenta de que la gente ya iba siendo menos mientras las ojas de los árboles entraban veloces por la puerta ancha de la iglesia.

—Hola, mamá —dijo Bernardo.
—¿Cómo estás, hijo? ¿Ya estás en tu casa?
—No, mamá.
—Pues ya se les está haciendo tarde.
—Es que, nos vamos a quedar hasta mañana.
—Nosotros ya vamos de regreso, hijo. Yo que te iba a visitar, tengo ganas de ver a mi Albertito.
—Aquí hubo un pleito en el entierro —dijo Bernardo, su madre respondió después de un segundo.
—¿A poco sí fueron al velorio, hijo?
—Llegaron al entierro.
—Qué bueno, hijo, que los dos hayan podido ir a despedirse de su madre.
—Los tres. Tío Alfredo hizo que trajeran a papá —dijo Bernardo de pie frente a la cruz en memoria del último sacerdote que había dormido detrás de aquellas paredes.
La señora Viridiana, dentro de la estancia continuó con su quehacer, parecía que quería dejar todo muy limpio para el tío Alfredo.
—¿A poco lo dejaron salir?
—Parece que el marido de Fabiola trabaja en la policía, mamá —respondió Bernardo, y le explicó a su madre lo incómodo que fue cuando su padre llegó de la nada al entierro de su abuela.
—¡Válgame! —dijo la mujer, cuando Bernardo le contó que su padre había corrido hacia Julieta, con esos ojos qué el mismo había visto en pesadillas, pero de pronto se detuvo.
—Oye, mamá, ¿qué pasó con el hombre? ¿Con el vendedor de periódicos?
—Nada, hijo, con el dinero de las tierras de tu abuelo le pagaron al señor y a tu papá pues... ya tenía antecedentes de cuando lo corrieron de la policía, así que, aunque lo declararon culpable, luego luego se dieron cuenta que el Claudio no iba para la cárcel.
—Y se lo llevaron a ese lugar —dijo Bernardo al recordar a su padre saliendo del juzgado: «¡Están ahí, fíjense!», gritaba Claudio Rivas, señalando con sus manos esposadas. «¡Usan las máscaras, no tienen cara, no tienen, y los van a matar a todos!».
—Pues sí.
Bernardo estaba a punto de despedirse de su madre cuando escuchó que se acercaba la señora Viridiana, meneándose apurada con la cerveza en la mano.
—Ahí te encargo el cuartito, voy a quitar la ropa del tendedero, porque en cualquier momento se nos viene el aguacero —dijo la mujer y caminó a paso rápido hasta la calle, cruzando por el terreno ya solitario.

El viento se había amansado pero las nubes se acumulaban sobre la iglesia, la luz que salía anaranjada por la entrada de la morada sacerdotal atenuaba su brillo.
—Te llamo después, mamá —dijo Bernardo, colgando el teléfono y dirigiéndose hacia la entrada, se aseguró que por la calle no se asomara la señora Viridiana y cruzó la puerta abierta.

Pasando el rellano iluminado, pudo ver al fondo la habitación y la cama donde las pertenencias del difunto padre Enrique esperaban a ser recogidas por Don Tomás.
Sobre las sábanas de un azul oscuro estaba la bolsa negra que contenía las ropas sacerdotales del padre Enrique. Algunos pantalones negros, la sotana y las vestimentas de la misa, empolvadas de abandono.
En la caja de sartenes donde la señora Viridiana había puesto las demás cosas viejas, había una foto que seguramente perteneció al difunto padre, donde se observaba a dos jóvenes que Bernardo pensó eran Don Tomás y su hermano al lado de una mujer ya vieja y en silla de ruedas. La foto había sido tomada en la iglesia.

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