Un anhelo de libertad VII

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Qué fácil es ver la vida bonita cuando tienes a tu lado a quien te sonríe, te abraza, te coge la mano o simplemente te mira y te hace sentir que puedes con todo, que es ahí donde llevas toda la vida anhelando estar.

Corría el año 1958 y el amor no era sinónimo de libertad para todo el mundo o al menos, no lo era de puertas para fuera en el pequeño mundo de Marta y Fina.

Fina tenía claro quien era y Marta lo empezaba a entender.

Su vida antes de que Fina llegase a ella, la había curtido, ella se había casado hacía años, los mismos años que llevaba estancada, con un marido ausente y una vida carente de la palabra amor.

Quizás, en el fondo, Marta era consciente de que algo faltaba, pero también quizás la vida, o su vida, estaba escrita así.

Completamente centrada en su entorno laboral, todas esas carencias personales la habían hecho una gran empresaria, con un carácter de hierro y un impecable trabajo en la empresa familiar. 

Ella se había hecho un hueco respetable entre todos los hombres de aquella época y eso la hacía sentirse realizada, asumir que igual, su situación personal era, atípica, incluso triste, pero todo lo que ansiaba lo paliaba su grandísima capacidad empresarial.

Por su contra, Fina, venía de otro mundo y otra clase social, ella no había tenido la posibilidad de manejar una gran empresa, pero sí de manejar su propia vida, desarrollando un carácter semejante al del Marta empleado en descubrirse a sí misma para tener la valentía de reconocerse y nunca negarse.

En conjunto, Marta y Fina se estaban descubriendo, a sí mismas y a la otra.

Pero el recorrido de sus vidas, aunque caminaban en paralelo, hasta ese momento no se habían cruzado y eso hacía que estuviesen en momentos muy diferentes.

Fina acaba de empezar una relación con la mujer de sus sueños, Doña Marta, aquella mujer inalcanzable que ahora la despertaba cada mañana.

Marta acaba de empezar a comprender qué era amar de la mano de Fina, aquella niña que corría por e jardín de su casa y que ahora lo hacía por su piel.

Marta se sentía libre, Marta había entendido lo que era tener ganas de vivir, de sentir las mariposas en el estómago al pensar en llevar a su Fina de la mano a la boda de su hermano, al pensar en recorrer las calles de Venecia de la mano de su mujer cuando en su casa se hablaba de una luna de miel, de sentir que su cabeza tenía un motivo recurrente que le explicaba por qué merece la pena sonreír, de mirarse frente a un espejo y por fin verse a sí misma, a Marta, una mujer que sin ser consciente de ello llevaba toda su vida pidiendo libertad.

Pero a Fina esto no la pillaba de primeras, Fina tenía la sensatez que le había otorgado el saber de antemano que nunca iba a feliz de cara a la galería, que por mucho que de su garganta brotase la necesidad de gritar a los cuatro vientos que una mujer era la responsable de su bienestar, ésta se le debía encoger en el pecho o la cárcel sería su destino. 

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