09 | Naranja rata

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Desconocía con qué nombre se llamaba a aquello que era opuesto a una Caja de Pandora, pero el abrazo de Alban lo era

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Desconocía con qué nombre se llamaba a aquello que era opuesto a una Caja de Pandora, pero el abrazo de Alban lo era. Si de esa caja habían escapado todos los males del mundo, entonces del calor de Alban había nacido un mundo de maravillas.

La posibilidad de sentir.

De dar y recibir.

De disfrutar sin pensar en lo que aquello provocaría mañana.

De tener una vida más ligera.

Podía acostumbrarse a eso. Al hecho de tener algo que escribir cada noche, a las miradas cada día más honestas de Alban y a aquella compañía que la esperaba desde el otro lado del teléfono antes de dormir.

Al menos, por un tiempo.

Había empezado a trabajar en las actividades del club junto a Jules. O a veces simplemente escribían porque querían. Había noches en las que ninguno hablaba, Bianca solo escuchaba su respiración, el sonido de las teclas, el de las prendas que cosía o el de sus pies contra la alfombra cuando se dirigía hacia la ventana para ver a las aves cantar. Otras veces, nada detenía sus monólogos. El silencio nunca había pasado tantas horas fuera de los días de Bianca y eso, sorprendentemente, se sentía bien.

Pero en esa ocasión, otro tipo de anticipación la acompañaba.

Bajo la noche fresca, las calles se presentaban ruidosas y concurridas. Las personas entraban a los bares y discotecas con el rostro sonriente. Otras bebían fuera de estos, probablemente con la intención de no gastar demasiado dinero en emborracharse dentro.

Bianca se encaminó hacia Alban, con la mochila pesada contra la espalda. La ventisca le acariciaba las piernas desnudas, causando un equilibro con el calor que le proporcionaba la chaqueta.

Las comisuras de los labios se le elevaron con rebeldía cuando lo divisó en la esquina. Alban vestía el último tesoro que había encontrado en la tienda de segunda mano que visitaron el otro día después de tomar helado: una chaqueta de mezclilla negra de varias tallas más que la suya, a la que le había agregado un par de alfileres y aplicaciones metálicas. Cuando Bianca se le acercó, se giró y se señaló la espalda con los pulgares: había escrito con spray azul eléctrico «heavy dirty soul», la misma frase que tenía repartida entre los nudillos.

—Quedó genial, la amo —dijo Bianca, deslizando los dedos por la tela intervenida—. ¿Me la dejarás de regalo cuando te vayas de Francia?

Se giró hacia ella y le rodeó los hombros con un brazo, instándola a caminar.

—Te dejaré mi corazón. De todas formas, no lo uso.

Lo miró con una sonrisa burlesca.

—Te gusta fingir que eres un chico duro, pero te derrites con tanta facilidad.

Él entornó los ojos y desvió la mirada.

El plan de esa noche era quemar las fotografías que había roto. Había desechado la idea de hacerlo en casa; aunque Ian dormiría en la de Camille, no quería que lo asociara a alguna actitud autodestructiva. Mientras que en el apartamento de Alban había demasiada gente como para provocar una humareda. Así que este le había recomendado que lo hicieran en un callejón.

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