11. La visita

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Otra vez en el hospital. Se me hace tan extraño volver a este sitio. No creo que pueda visitar uno más sin recordar todo el dolor que llevo sufriendo desde hace unas cuantas semanas. Por suerte —si es que puedo decir algo así— es porque ya podemos visitar a Amaia. Está lo suficientemente estable como para no requerir cuidados intensivos, por lo que ya la llevaron a planta.

Ella no está consciente. Sus heridas han requerido una intervención quirúrgica mayor para reparar el estómago y el intestino delgado. También ha perdido una considerable cantidad de sangre...

Tengo que frenar mi silla de ruedas para enjugar mis lágrimas. Cada vez que recuerdo su diagnóstico no puedo más que culparme por haberla arrastrado hasta esta situación. De haber actuado de forma más prudente o, como me dijo Félix, contando con la policía, el resultado podría haber sido distinto. De seguro Amaia no estaría en una situación tan delicada.

Mis padres querían acompañarme, especialmente para empujar la silla, pero no les dejé. Todavía no me vi con fuerzas para decirles que su hija sigue siendo un sumidero de vidas humanas. No necesito un sermón tampoco.

¡Llevo tanta mierda acumulada en tan poco tiempo que preciso desaparecer por un rato de las vidas de los demás, para otorgarles un poco de tranquilidad! Así puedo asegurarme de que no haré daño a nadie más y no acumularé más culpas.

Llego a la habitación cuatrocientos cinco y siento una opresión en el pecho que me impide abrir la amplia puerta. Cierro los ojos y respiro profundamente siguiendo el patrón de cuatro segundos aspirando aire, siete segundos conteniéndolo y ocho segundos expulsándolo. He leído que es una técnica que ayuda a recuperar el control ante ataques de ansiedad.

Repito por varias veces el ciclo de respiración y cuando noto que recupero el control de mi cuerpo, tiro del picaporte y empujo la puerta.

La habitación está muy oscura. Las pesadas y gruesas cortinas están cerradas y apenas hay una rendija que ilumina lo suficiente para que Amaia no sea devorada por las tinieblas. El monitor de signos vitales reverbera y su ruido me tortura. ¡Esos sonidos han sido causados por mi egoísmo!

Cuando veo a Amaia, dormida, narcotizada por los analgésicos y calmantes, con una expresión de dolor, me derrumbo en la silla. ¡Sólo le pido a Dios que no se la lleve! Que le dé una nueva oportunidad de ser una chica feliz. Ella ya ha sufrido tanto...

—Dale un poco de cuartel —ruego y acuno su fría mano conectada a sensores, y catéteres—. Perdóname, Amaia. E-esto no debería de haberte pasado a ti. Yo tendría que haber ido...

La puerta de la habitación se abre. Giro la silla lo más rápido que puedo hacia la cortina para que, quien entre, no me vea llorando. Saco un pañuelo con el que seco mis lágrimas y sueno mi nariz.

Los pasos de unos zapatos resuenan en la habitación. Cuando me doy la vuelta para ver quién es, me encuentro con Félix vestido con su uniforme de policía —que le queda muy bien. Me giro de nuevo, de cara a las cortinas. Me da vergüenza que me vea así.

—¡Ah! Hola Esperanza. ¿Cómo estás? —¡Se acuerda de mi nombre!

—Bi-bien. Dentro de lo que cabe.

—Lo que quiere decir: mal.

Mi mentira es tan obvia que incluso alguien con nula inteligencia emocional se habría dado cuenta.

—Estoy hecha mierda. Cansada, dolorida, amargada... —¿Por qué le cuento eso? ¿Qué le importa?—. Y aún así, estoy mejor que ella.

Me mira a los ojos intensamente. Retiro la cara ruborizada. No sé por qué lo hace. ¿Me está analizando? Me hace sentir incómoda.

Todas Las Sonrisas Que No VeréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora