XII - Cambio de aires

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Tomados de las manos, unidos en fantástica fraternidad artística, ebrios de los últimos destellos del frenesí que nos había envuelto en el escenario hace poco, hicimos una reverencia al público. A través de la voz agitada de Javier, traducidas, cada una de las chicas agradeció a este, un público que, por razones de vecindad eran más nuestros que suyos a pesar de que los ocho de nosotros recitábamos, hoy y siempre, el credo del artista: que el arte une a las personas. Discursos que se prolongaron lo suficiente para, uno, hacer valer, como principio fundamental de la naturaleza, como máxima ética, la locura que había hecho todo esto posible; y dos, aunque esto es más a título personal, y que descreo que de lo que escuché pues es sabido que gran parte del sentido de las palabras se pierde a través de la traducción, que los japoneses tienen una predilección, una facilidad, para la introspección y la profundidad de pensamiento, esto basado en lo que escuché decir a cada una de las chicas entre lágrimas emotivas, más provocadas que sentidas, y agradecimiento a un destino en el que yo hace mucho había aprendido a desconfiar.

Sentado detrás de ella sobre el bombo de la batería de Javier, veía los óvalos de sudor bajo las axilas y en la espalda de Tomomi, súbitamente consciente de las mías y sintiéndome asqueado, arrastrado a creer, con juvenil fervor, que incluso la parte más sucia de su cuerpo era merecedora de mi casi religiosa admiración. Reconocía que había caído en una especie de abismo hacía tiempo, y el hecho de imaginármela en las situaciones más mundanas y obscenas, concebidas con una infinita, incomprensible fascinación, solo confirmaba mi perdición. Mientras, ella saludaba a las cámaras alzadas hacia ella, a los rostros llorosos, a las luces del escenario, a la nada.

Después de que las luces se apagaron, repartidos los últimos saludos impersonales, la última pretendida devoción hacia los fanáticos eufóricos del otro lado, descendimos todos, silenciosos y cansados, a los vestidores. Ellas se encerraron en el suyo y no volvieron a salir hasta que fue hora de abandonar el lugar.

—Bueno, ya está, aquí se rompió una taza y cada quien para su casa —celebró, estirándose, Sebastián, vuelto hacia Javier, iniciador, promotor y demiurgo de esta gira—, ¿verdad?

—Qué dices, hombre, si esto apenas es la primera parte. —Cruzado de piernas, todo orgulloso, condescendiente, desafiante, chapoteando el calor que el ventilador raído en el techo apenas podía mover, la frente brillando de transpiración y el peinado impecable que siempre lo distinguía parecía más bien un nido de pájaros. Javier nos escaneó lento, uno por uno, con la mirada, sabiendo que nos estaba tirando palos a todos en suave. Con el éxito rotundo de esta gira, era lo menos que podía hacer para sacarse la bronca, ¿o el simple resentimiento de años siendo el menos destacado de la banda?—. Ya jugamos de locales, ahora nos toca ir de visitantes.

—Entiendo, pero —intervino Samuel— pensá en esto: si acá pegó, es porque en este país son todos una bola de malinchistas, lo de afuera les vuela la cabeza. Pero en un país tan satisfecho consigo mismo como Japón, ¿posta creés que una banda que tira en español va a tener algún interés para el público nipón?

—Eso es lo de menos —aseguró Javier condescendientemente—. El que quiera escuchar, que escuche y el que quiera ver, que vea. No van a faltar los que les pique la curiosidad.

Samuel no dijo nada, lo miró, me miró y se encogió de hombros. Encendí un cigarro, le di unas cuantas chupadas antes de decirle a Javier:

—¿Y ellas lo saben?

—Lo saben y están más que de acuerdo —replicó él con una confianza que cualquiera envidiaría—. Tenemos confirmadas algunas fechas en Tokio, en Kioto y en Osaka.

—Tal parece que tenías todo esto armado desde antes, ¿no? —se burló Samuel.

—¿Qué quieres que te diga? —Javier tiró una sonrisa irónica—. Siempre estoy un par de pasos adelante.

Los desconocidos perfectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora