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El frío. Es lo único, o mejor dicho, lo que más recuerdo de aquel día. El frío. La gente de normal en esas situaciones podría haber mencionado el olor de la lluvia, el color gris oscuro de las nubes que tapaban aquella mañana todo el cielo de Seattle, el aroma proveniente de una pastelería recién abierta que embaucaría a cualquiera… Había infinidad de cosas que podrían haber llamado mi atención y que seguro habrían llamado la tuya, una persona tal vez normal y corriente, con sus propias preocupaciones y problemas (los cuales conozco al dedillo, por supuesto), a la que quiero hacer partícipe de la historia que voy a contar. Que no es solo mi historia, sino que trata en verdad de otra persona, una que para nada era normal y corriente. Más bien era la persona más increíble que he conocido en toda mi vida, solo que, el término increíble, en esta ocasión, no sé si es precisamente bueno. No es como cuando Nick Carraway se pone a hablar de Gatsby, que lo hace maravillado. Supongo que lo acabarás entendiendo con el transcurso de esta historia.
El caso es que lo que más recuerdo de aquella mañana es el frío, lo sentí calarme hasta los huesos. El frío es una de las sensaciones más humanas que existen a mi parecer, es lo que nos recuerda que seguimos vivos, respirando. Y eso que no hay nada más frío que la muerte. Además, el frío no está relacionado precisamente con buenas sensaciones. Suele recordar a la soledad, por el frío de no sentir el calor de otro ser humano cerca de ti; o tal vez a la tristeza, con ese frío que se apodera de tu corazón. ¿Qué sensación te produce a ti el frío? Bueno, supongo que eso ahora mismo es irrelevante. Mi frío aquella mañana, al igual que hoy, era simple y llanamente térmico. El otoño no es precisamente la estación más calurosa, y también he de decir que no me había abrigado lo suficiente, porque tampoco quería ir muy cargado a una entrevista de trabajo, pero el hecho de que en ese momento estaba dentro de un coche, ya complicaba el asunto. El chófer, que se había presentado en la puerta de mi casa cinco minutos antes de la hora acordada, no había tenido siquiera la intención o el amago de encender la calefacción, y el coche en el que íbamos no era precisamente barato. Parecía más bien una limusina, aunque, haciendo alusión a la verdad, cualquier Bentley lo parece. Por lo tanto, tendría climatización y con un poco que la hubiera puesto habría bastado, pero nada, aquel hombre parecía estar hecho de hielo. Lo único que se había limitado a hacer era vigilarme de vez en cuando por el retrovisor.
La verdad que su físico y su cara imponían bastante. No pasaría más de los cuarenta años, ojos de un verde muy intenso y cabeza rapada. Era corpulento, de tez blanca casi pálida y un aire de europeo muy notorio. Si tuviera que apostar, habría dicho Ucrania o Rumanía. Pero jamás lo sabría por él, ya que no intercambiamos una sola palabra, no solo en aquel viaje, sino en toda nuestra relación.
Pero bueno, esta historia no va sobre él. Va sobre mí y sobre la persona a la que iba a ver en ese momento. El joven emprendedor, multimillonario y propietario de una de las mayores empresas prestamistas del siglo. William Taylor Winslow, el hombre que cambiaría mi mundo. Aunque muchas revistas lo definían simplemente como “el hombre” y nada más. No era nadie y, de repente, su empresa emerge como de la nada en forma de un lujoso rascacielos en pleno centro de la ciudad y genera una fortuna capaz de enterrar en billetes a todo Seattle. Como era de esperar, la situación enarcó varias cejas, pero cualquier persona que lo investigara no podía encontrar nada extraño. Simplemente fue un visionario. “El hombre”. Ese era el señor Winslow. O Will, como me hacía llamarlo. A mí jamás me permitió llamarlo señor Winslow, y he de decir que me costó bastante.
Yo acababa de terminar empresariales, y necesitaba dinero urgente. Entonces, cuando me enteré de que el señor Wins… Will estaba buscando una especie de asistente personal, no lo dudé ni un segundo. Me presenté una mañana en la recepción del WT Building y rellené una solicitud de empleo que la recepcionista que estaba en ese momento, muy amable y educada por cierto,  me proporcionó. Al cabo de una semana, llegó una carta al piso de mis padres, donde yo residía en aquel momento, indicando que al día siguiente pasaría a recogerme un coche oficial a las nueve de la mañana para llevarme a una entrevista con William Taylor Winslow.
Mis padres se pusieron eufóricos, pero yo estaba completamente aterrado. Llevaba años preparándome para ese momento preciso, en el que se me brindaba la oportunidad de poner en práctica todos mis estudios y poder llevar una vida mejor. Además de poder ayudar económicamente a mis padres, que no pasaban su mejor momento. Era cuanto había soñado, además de que trabajar en Winslow Express no era moco de pavo. Con solo tres años de vida, esa empresa había facturado más que ninguna otra del país en la última década. Y era raro, teniendo en cuenta que se trataba de una empresa prestamista, pero llegaron a abarcar a tantos clientes en su primer año, que al segundo ya estaban construyendo el gran rascacielos que ahora se erguía orgulloso en mitad de Seattle, y para su tercer año ya eran toda una eminencia.
Así que ahí estaba yo ahora, en un coche de lujo, camino a una entrevista en una de las empresas del momento con “el hombre”. Por supuesto que estaba aterrado, porque también era consciente de que yo no era nadie, y la noticia de que William Taylor Winslow buscaba asistente personal se hizo eco en todos los medios. Llegó gente de todas partes del país: licenciados de Princeton, del MIT, Harvard… Gente mucho más preparada y cualificada que yo, que acababa de salir de la Universidad de Seattle. Aquello había terminado mucho antes de empezar. Pero, siendo sinceros, no tenía nada que perder y una entrevista con uno de los empresarios del momento en persona era una oportunidad que no podía dejar escapar.
La lluvia se escurría por las ventanas y el parabrisas del coche. No había escuchado un solo trueno, no era una tormenta, solo una lluvia suave e incesante. Y yo seguía sintiendo el frío. Comencé a mover las piernas con un ritmo nervioso, que no sé si fue para entrar en calor o para mitigar el terror que sentía. O tal vez un poco de las dos. El conductor, al que cariñosamente apodé Vladimir (más tarde ya descubriría su verdadero nombre), volvió a escrutarme con su mirada a través del espejo retrovisor. La verdad es que era de lo más incómodo, y cada vez que nuestros ojos se cruzaban en ese mismo punto, yo apartaba la mirada rápido y me ponía a observar por la ventana. No me gustaban mucho los desconocidos, y menos los que eran tan imponentes. Así que decidí no volver a pasear mi vista muy cerca de Vladimir.
Me apoyé sobre la ventana y decidí observar la lluvia lo que quedó de viaje. Aunque tampoco fue mucho, pero a mí me pareció una eternidad. Miré los edificios que componían la ciudad, pensando en qué estaría ocurriendo en ese preciso momento detrás de cada una de esas ventanas. ¿Habría alguien igual de preocupado o más que yo? ¿Alguno se estaría preparando para esta misma entrevista pero más tarde? ¿Cuántas familias habría? ¿Parejas? ¿Solteros? Mi mente hizo todo lo posible por no pensar en la entrevista. Pero al final el momento llegó.
El coche se detuvo frente al imponente WT Building, y yo sentí un ardor terrible en el estómago. Mis pulsaciones y mi respiración se aceleraron, el ritmo nervioso de la pierna aumento y tuve que darme un momento para asimilarlo todo y no sufrir un ataque. No entendía por qué estaba tan nervioso. Estaba tan seguro de que no me iban a dar el puesto, que para mí todo aquello debía ser tan solo una experiencia más. Otro sendero en el camino del aprendizaje y la realización personal. Solo debía tomarme todo aquello como una prueba más. Y una no muy difícil, tampoco tenía por qué dar la talla. Solo debía ser yo mismo, tomar nota de todo y, lo más importante, aprender de cada instante que pasara allí.
Vladimir apagó el motor y salió del coche, abriendo un paraguas. Se acercó a mi puerta y la abrió, esperándome al otro lado para cubrirme y que no me mojara. La verdad que él quedó hecho una sopa, pero a mí no me cayó una sola gota sobre mi traje de cuarenta y cuatro dólares con noventa y nueve centavos. Era ridículo, seguramente cualquier otro candidato tendría el dinero de toda mi ropa en un solo zapato. Pero eso ahora daba igual, mi mente ya no podía pensar en otra cosa o distraerse. Avancé hasta la puerta giratoria con mi empapado chófer y entré junto a él. Una vez en el hall de la recepción, me señaló hacia dónde debía ir sin pronunciar una sola palabra y volvió a salir para meterse de nuevo en el coche. Yo lo observé unos instantes, todavía un poco desubicado y, cuando pude reaccionar y centrarme, me dirigí hasta la mesa en la que me había presentado hacía una semana para rellenar la solicitud. Ahí estaba la misma empleada amable y educada de la última vez.
Fui decidido hacia ella para informarla de quién era, por si no se acordaba, qué hacía yo ahí y que dónde debía ir para la entrevista. Ella estaba hablando por teléfono a través de un pinganillo. Cuando me coloqué frente a ella, esperé paciente a que terminara de hablar, pero antes de que esto sucediese, ella tapó el micrófono del pinganillo con delicadeza y me informó con una sonrisa de que el señor Winslow me estaba esperando y que debía ir a los ascensores que había en uno de los laterales del inmenso hall. En el último piso se hallaba mi Jay Gatsby, esperando para llamarme “compañero” por primera vez.
Le di las gracias a la joven recepcionista y caminé después hasta los ascensores. Me tomé la libertad mientras andaba de observar a mi alrededor. Todo estaba lleno de cristal, por todas partes. Las paredes eran enormes ventanales, del techo colgaban grandes lámparas llenas de cristal resplandeciente, el suelo estaba hecho de mármol, perfectamente pulido, que lograba reflejar a la perfección hasta el último detalle de cada esquina. En la planta baja, además de la recepción, se veían varios despachos con gente dentro hasta arriba de papeles y hablando por teléfono. Esos los que tenían la puerta abierta. Los que la tenían cerrada no pude saber el por qué hasta que, de una de ellas salió un hombre anciano dando las gracias al empleado que había dentro, el cual se había levantado de la mesa y le acompañó hasta la puerta del despacho. Una vez el abuelo se marchó, el empleado volvió a su mesa, dejando ahora la puerta abierta. Deduje que el resto de puertas cerradas también tendrían clientes dentro.
Pulsé el botón de uno de los cuatro ascensores que había en ese lateral. Justo a la otra parte había otros cuatro. El que pulsé, marcaba el piso treinta, pero se abrió la puerta de uno que estaba más próximo a la planta baja. Entré y pude ver que había sesenta plantas hacia arriba más otras cinco de subsuelo. Sabía que el despacho de “el hombre” se encontraba en el último nivel, ya que eso venía estipulado en la carta. Marqué el número ochenta y las puertas se cerraron. Un hilo musical bastante clásico comenzó a sonar mientras que el ascensor subía la inmensidad de aquel rascacielos. Llegué al último piso en cuestión de segundos y, tras abrirse las puertas, observé un pasillo bastante largo que llevaba hasta una doble puerta de madera de roble oscuro. El suelo estaba recubierto de una moqueta color granate y las paredes eran de un color muy parecido a las puertas, solo que un poco más claro.
Salí del ascensor y el pasillo se iluminó de inmediato por unas lámparas de luz cálida. Las puertas del ascensor se cerraron tras de mí y yo comencé a avanzar hasta la puerta. Cuando estuve frente a ella cerré los ojos un momento, respiré hondo y levanté el puño para llamar. Hice un primer amago, pero me detuve a unos pocos milímetros de la puerta. Pero al final terminé golpeándola tres veces. Y fue entonces, ese instante en el que escuché por primera vez su voz, cuando supe que esta me embaucaría de por vida. No de un modo sexual ni mucho menos, pero su voz tenía algo que yo no sabría describir.
―Adelante ―se escuchó de forma amortiguada, al estar al otro lado de la puerta, pero firme.
Abrí entonces la entrada a su despacho y  me di cuenta al instante. Mi vida estaba a punto de dar un giro inesperado

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora