—Siento que solo tengamos galletas para desayunar —se disculpó Hugo empapando un paño bajo el grifo y limpiando posteriormente la mesa de la cocina con él.
Miró con disgusto la suciedad y el polvo que se habían impregnado en el trapo dejándolo casi negro. Repitió el proceso. Al tercer intento, con idénticos resultados, arrojó el paño a la pila, vencido, y se giró a sus sobrinos. Nora le miraba desde una de las sillas, sin apartar sus enormes ojos castaños enmarcados por las redondas gafas de él. Parecía una muñeca, colorida y pequeña, en contraste con la oscura silla de madera maciza en la que se sentaba, con sus delgadas piernas colgando y en continuo movimiento. En cambio Lucas esperaba en silencio junto a la puerta, como si quisiese mantenerse al margen, una imagen borrosa en los límites de una foto. Era algo bajo para su edad, pero de complexión fuerte, como lo era su padre. «Pero tiene el mismo rostro que su madre», pensó Hugo. «Los ángulos agudos de la cara, la nariz recta, pecas...hasta las mismas manchas verdes en sus ojos color miel».
—¿Qué os parece si hoy desayunamos fuera? —preguntó al fin—. Así celebramos que habéis sobrevivido a vuestros primeros dos días de clase.
—¡Síííí! —aplaudió Nora, alegre como siempre, saltando al suelo y corriendo a ponerse las deportivas rosas que había colocadas junto a la puerta de salida al patio.
Hugo sonrió y volvió la mirada hacia el adolescente.
—¿Qué te parece, Lucas? ¿Bajamos a desayunar al pueblo?
El chico retiró la mirada, alzando los hombros con indiferencia. Intentando no parecer decepcionado Hugo devolvió su atención a la niña. Tras asegurar el velcro de sus zapatillas corrió a por su pequeña mochila.
—¿Me puedo pedir otra vez batido?
—Claro —contestó Hugo ayudándola a ponerse la bolsa.
—Pero tiene que ser de fresa, porque es rosa. O de chocolate —siguió parloteando de camino a la puerta—. No de vainilla, no me gusta la vainilla. ¿Y tú qué te vas a pedir Lucas?
El chico volvió a encogerse de hombros, pero para alegría de Hugo esta vez el gesto vino acompañado de algunas palabras, las primeras del día.
—No lo sé —susurró—. Ya veré cuando lleguemos.
Colgándose un bolso negro de tela el chico siguió a su hermana, ayudándola a abrir la puerta y saliendo con ella al patio.
En la fría y sucia cocina Hugo se permitió un instante de frustración y dudas. ¿Estaría haciendo lo correcto? ¿De verdad se veía capaz de sacar a esta familia adelante?
—No es lo mismo pasar con ellos unas semanas de vacaciones o unas Navidades que pasar a criarlos —le había dicho con tono crítico su madre—. ¿De verdad vas a dejar toda tu vida en Milán de lado por ellos?
En el bolsillo trasero de sus vaqueros su móvil empezó a vibrar. Se secó las manos en el paño más limpio que pudo encontrar y lo sacó.
—Hablando de la Reina de Roma... —susurró antes de descolgar—. Hola, mamá.
—¿Cómo estás querido? ¿Ya estáis instalados? Supongo que la casa estará hecha un desastre...
—Sí, mamá —contestó Hugo sin más. Sabía que su madre no tenía un interés real en conocer los detalles.
—Aún no alcanzo a entender cómo has tenido la feliz ocurrencia de iros al pueblo a vivir. ¡Pudiendo haberos quedado en Madrid con tu padre y conmigo!
—Mamá, necesitábamos espacio y ahí no lo teníamos.
—¿Cómo que no? Nuestro piso es grande...
ESTÁS LEYENDO
Lluvia, notas y besos con sabor a mora
RomanceTras más de veinte años sin verse ni saber el uno del otro, Alex y Hugo se encuentran de nuevo en el mismo lugar que fue testigo del nacimiento de su amistad. Durante la época del instituto fueron inseparables, pero tras tanto tiempo ya no son los m...