Día Dos: Tarde

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Neme estaba a punto de escapar.

En la semi oscuridad de su celda, sus sentidos estaban agudizados, captando cada pulsación rítmica que el Ubidanzugá lanzaba a través del viejo muro que la encerraba. Cada vibración resonaba como una nota prolongada, emergiendo desde las profundidades terrenales y reverberando a través de la piedra gélida y humedecida. Las ondas sonoras se entrelazaban en un contrapunto místico, tejido en una sinfonía de silencios y sonidos que absorbían la esencia mágica del ambiente. Con cada compás, Neme percibía cómo el espacio a su alrededor se densificaba, como si la misma realidad se solidificara, obstaculizando la vibración de las energías naturales en el mundo tangible.

Pero había un momento, una pausa perfecta en el compás, donde la armonía se suspendía y el Quillazca se volvía accesible. Las marcas en el suelo confirmaban que ese momento estaba próximo.

Neme comenzó a tararear inconscientemente el ritmo de aquel artefacto atroz. Incluso se sorprendió a sí misma deteniéndose cuando comenzó a ponerle letra a la melodía. Algo relacionado con una prisionera a punto de liberarse.

«Estoy tan cerca de verte, Suani», pensó, sin poder ocultar la sonrisa de felicidad que se le dibujó en el rostro.

Neme se encontraba agazapada en la oscuridad de su celda, sus dedos a punto de rozar la superficie del Quillazca, cuando la puerta se abrió con un chirrido ominoso. La adrenalina la recorrió de pies a cabeza mientras se ponía en pie de un salto, con el corazón latiendo desbocado en su pecho.

Un nudo de desprecio se formó en el estómago de Neme al ver al Huaryan entrar en la celda. Sus pesadas botas, tez oscura bien cuidada y marcas iridiscentes alrededor de los ojos ámbar—todo adornado con un penacho presumido de plumas—lo identificaban. Ella lo conocía bien: Zahíroa-Suguirá-Suébica-Zuazaor-Cacique, el miserable hombre que había dado la voz de alarma cuando la atraparon en Zuazaor.

El Huaryan estaba acompañado por cuatro guardias, incluido aquel que le había hablado el día anterior. Esperaban, con las manos sobre las empuñaduras de las espadas de bronce.

—El Consejo de las Lunas exige tu presencia, traidora —anunció el Cacique del clan Suébica, su voz resonó en la pequeña celda como un juicio implacable.

Neme maldijo entre dientes. Había estado tan cerca, tan cerca de la libertad que podía saborearla, y ahora estos hombres llegaban para arrebatársela de las manos. ¿Por qué el Consejo de las Lunas insistía en su presencia en este momento crucial? ¿Habían decidido finalmente su destierro? ¿O habían tomado una decisión aún peor?

Con desdén, observó las marcas iridiscentes del Huaryan brillar en su presencia, provocando un escalofrío pasajero. En ese instante, el aire pareció enroscarse alrededor de sus muñecas, grilletes invisibles apretándola. Y entonces, escuchó el cambio sutil en el compás del Ubidanzugá inhibidor. Tan fugaz. El Quillazca la rodeó por un instante ínfimo y se escapó con el siguiente tono del objeto.

No pudo evitar que sus hombros se desplomaran. Ahora no solo había perdido su oportunidad con el Quillazca, sino que también estaba atrapada por cadenas etéreas de aire.

Los guardias la escoltaron por los pasillos lúgubres y mal iluminados de la fortaleza, su presencia imponente rodeándola como una jaula invisible. No podía permitirse que la expulsaran de Zuazaor. No cuando la tormenta se acercaba y su hija estaba tan cerca.

—¿Qué carajo está pasando? ¿Por qué me llevan ante el Consejo de Lunas? —preguntó con voz firme, intentando ocultar el nerviosismo que la embargaba—. ¿Acaso me volví tan importante que Chyquy no puede tomar las decisiones sobre mí por sí misma?

Canto del Último AlientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora