[8] Una maldición.

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La tierra tenía un color mañanero, pero eran entradas las horas de la tarde. Bernardo sentía que algo lo arrastraba por la espalda, algo que se había incrustado en sus hombros y se agarraba de las piedritas del camino. Rompía el aire con la llanta de la motocicleta, que brincaba por los baches sin fin y la tierra dispareja.

El reloj daba el par de horas que habían pasado desde que salió de casa de su abuela. Dio la vuelta en la esquina donde se le había indicado y la briza del canalón le acarició los nudillos. Pudo ver la casa verde que le había contado Doña Viri y se detuvo más atrás para llamarle a Julieta, pero el celular no cooperaba.
Cuando por fin tuvo la suerte el celular dio tono.

—¿Bueno?
—Julieta....
—¿A qué horas piensas regresar? Ni sabía que te gustaran las motocicletas.
—No te enojes, Julieta. Estoy avanzando mucho.
—Es que no me enojo, pero ya va a llover y eres muy quejumbroso cuando te enfermas, Bernardo.
—Me iré antes de que llueva.
—Yo voy a comer, aprovechando que tu tía está cuidando de Albertito, lo trae de allá para acá. Como que ya se le está pasando lo del entierro.
En ese momento, Bernardo sintió una urgencia por contarle lo que había descubierto, pero al ver las nubes en el agua del canal, supo que no tenía tanto tiempo.
—En un rato más te veo.
—No te tardes.
—No lo haré. Te amo Julieta, adiós.

Del techo blanco que hacía un margen con el verde mojado de la casa, salían algunos tubos de plástico listos para desechar el agua de la lluvia. Bajo un gran árbol, sentada en una mecedora de mecates, pudo ver a una mujer de cara ancha y cejas delicadas. Tenía el pelo rizado y negro amarrado a una cola. Su falda con estampados de flores barría el suelo debajo de la silla y lo miró detenidamente, cuando Bernardo se estacionó con la moto frente a la barda de palos.

—¿Usted es Brisilia?
—Los domingos no atiendo, puro entre semana.
—Disculpe. Soy Bernardo, Bernardo Rivas.
La mujer se levantó.
—¿Y qué quieres? —le dijo, sin prestarle mucha importancia.
—Mi abuela Beatriz falleció —respondió Bernardo, que se percató de que no había planeado nada en realidad. Ni siquiera esperaba encontrar a nadie.
—Ya sé —dijo ella, dudando.
—Sé que Doña Inés y ella fueron buenas amigas.
La mujer apretó la boca.
—¿Entonces no vienes por el servicio?
Bernardo, sin saber a qué se refería ella exactamente, negó con la cabeza por si acaso.
—¿Eres nieto de Doña Beatriz?
—Mi padre es Claudio Rivas —dijo Bernardo.
—Ah... Pásale —respondió Brisilia, desamarrando una parte de la barda de troncos, para que Bernardo entrara con el vehículo al terreno, que tenía vista a la parcela.

—¿Quieres un café? —dijo la mujer, las pulseras de colores tintinearon al encender su cigarrillo.
—Estoy bien, gracias —respondió Bernardo, conteniendo su curiosidad de artista al ver la sala rojiza de aquella casa. Había piedras de tamaños diferentes enredadas en alambre, en el mueble donde quizá hubo una televisión.
—Y dime, ¿cómo está tu padre?
—Bien.
—No es lo que se escucha por aquí... Dicen que nada más te ve y te confunde con un marciano chupa sangre. Bueno, los chismosos que se asomaron al entierro, yo ni fui.
—Mejor sí te acepto el café —dijo Bernardo como única respuesta.
Brisilia sonrió perspicaz y se levantó de la mesa donde había dirigido a Bernardo. Fue hasta la cocina y en unos minutos de silencio, vació el agua hervida en una taza roja y se la entregó, indicándole que en la mesita estaban ya el frasquito de café y el azúcar.

—Y bien, Bernardo Rivas. Si no vienes a que te lea la mano, o que te quite el mal de ojo que se te nota desde lejos, ¿a qué viniste, guapo?
—La verdad, ni yo mismo lo sé —respondió Bernardo, dejando caer suavemente su cámara sobre la mesa.
—Es claro, sí. Pero te voy a decir algo: con la carga cósmica que te rodea, bien te vendría una limpia exprés. Los domingos los dedico a puro descansar el tercer ojo, pero en vísperas de tu pérdida, Bernardo Rivas, puedo hacer una excepción.
—Te lo agradezco...
—Brisi —dijo la mujer, para que Bernardo supiera cómo llamarla.
—Te lo agradezco Brisi. Pero vine nada más a esclarecerme un poco las ideas.
—Ya veo —dijo la mujer con calma y penetró con sus ojos verdes los de Bernardo—. Pues viniste al lugar correcto. Aunque ya te dije que los domingos no hago mucha cosa, es que es el día en el que descanso. El don también es talacha, no creas que no.

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