24.

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 —Andy, ¿podemos hablar?

Había costado mucho que Bill se levantara de su cama esa mañana y fuera directo al lugar que ya ni siquiera lo recibía con cordialidad, pero más había costado caminar hacia la facultad de su mejor amigo y buscarlo en los jardines para encontrárselo sentado en una mesita, con un montón de amigos que no reconocía como parte de su círculo regular, pero uno que podía reconocer en cualquier lado: a Rufus.

Sintió repentinas ganas de llorar, pero también una punzada fuerte en el pecho, de traición. Su primer instinto fue el de ir corriendo a gritarle a la cara, pero el estado de sumisión con el que últimamente estaba viviendo desde que Tom decidió dejar de contestarle llamadas y mensajes, se había hecho parte de él como si la hubiese adoptado; así que sólo se acercó, arrastrando los pies; sintiendo los ojos hinchados permanentemente, porque su rutina para dormir sólo podía ser concretada cuando lloraba su soledad hasta cansarse.

—Miren quién llego... el imbécil traicionero. —Bill se mordió el interior de la boca, intentando no prestar atención a nada de lo que hubiese más allá de Andreas, quien lo veía enojado, con las cejas bien juntas y la mirada penetrante. Sentía en la barriga un montón de emociones que no podía organizar, pero si había llegado tan lejos, lo mejor era sólo darle espacio a la situación para que pasara lo que tenía que pasar.

—¿Podemos hablar? —Así que repitió, con la voz temblorosa y la mirada acuosa, de saber que no podría salir de esta conversación sin llorar, por mucho que estuviera intentándolo.

Andy apoyó los codos en sus rodillas, y lo miró con un gesto que juzgaba. Un gesto con el que nunca antes lo había mirado. Y Bill sabía que era lo que mínimamente merecería después de todas sus decisiones erradas.

—¿De cómo te metes por el culo a las víctimas de tu noviecito de mierda? No, gracias. —Los nuevos amigos de Andreas se rieron fuerte, y le encajaron la misma mirada de disgusto. Bill metió las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta, en la que su delgado cuerpo nadaba por lo grande que era. Se sentía diminuto, pero durante este tiempo se había dado cuenta que sólo merecía sentirse de esa manera.

—De seguro le han dejado y por eso viene. De todas formas no sé cómo te han dejado entrar a la uni. —Habló uno de ellos, dándole una calada a su cigarrillo y girando la cara para echar el humo. Bill apretó las cejas y bufó.

—No es con ustedes... es con Andreas.

—Pues conmigo nada, maricón de mierda.

—¡Díselo, Andy! —Todos ovacionaron, y aunque en ningún momento le habría afectado que le dijeran un adjetivo así, el dolor que llevó en el pecho era por la persona de quién había venido. Por la sonrisa triunfal con la que lo miró después de escupirlo, sin un atisbo de arrepentimiento, con la intención exitosa de hacerle sentir como lo había hecho. De todas formas y contra todo lo que siempre había jurado no hacer, su instinto primero fue el de suplicar; hacerse espacio entre las miradas divertidas y dirigirse, con un tono de voz más dócil, a Andreas.

—¿Podemos hablar? Por favor.

—¡Que no! —Desesperó tan rápido. Bill tensó todo el cuerpo. —¿No escuchas, cabrón?

Bill asintió, pero no podía dejar de intentar reconocer a su mejor amigo de entre todos los que estaban allí. Se veía igual, con las mismas intenciones de dañar, y sabía que era por pura venganza y que esto era algo que terminaría pronto, pero no podía creer algo así de Andreas. Sabía todo lo que había pasado con Rufus, y las miles de cosas que lo llevaron a pensar que su vida carecía de sentido. No podía creer que así de rápido pudiera reemplazar todo el odio que decía tenerle, por cariño. Andreas no era malo, Rufus lo era, y con gente como él.

SAUDADE.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora