Hamburguesa, Mierd* y Cubierto

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Mi nombre es Michael Scott y acabo de morir. 

Me encontraba de viaje en una aldea llamada Wenchuan, conocida por su carne de pangolín, que se encontraba cerca del monte Singuniang. Llevaba años planeando este viaje, ya que uno de mis sueños era visitar un templo taoísta, debido a mi pasión por las religiones orientales. La cultura de esta aldea era bastante peculiar, con monjes de atuendos variopintos y mujeres con todo tipo de accesorios estrafalarios. La aldea era extrañamente arcaica, con cabañas hechas de barro, heces y piedras y cuyos tejados eran de caña virgen. Las carreteras eran inexistentes, ya que todos los habitantes se movían a pie y los asnos solo servían como herramienta de carga. Sin embargo, el paisaje era espectacular: las montañas, cuyos picos parecían rasgar el cielo, se mostraban imponentes vestidas con bosques y riachuelos, cortados por las cimas nevadas. El valle en el que se encontraba la aldea era rico en árboles de todo tipos y los animales convivían pacíficamente con el resto de habitantes.

Llegué exhausto, debido al largo viaje al que me había embarcado, y mi estómago me recordó que era la hora de cenar. Investigué la aldea durante varios minutos, pero solo encontré una choza en la que servían una supuesta hamburguesa de su carne típica. Con la boca hecha agua, me dirigí presto a probar aquel supuesto manjar. 

Mi chino era malo, pero el monje entendió lo que quería y se puso manos a la obra. Su forma de cocinar era extravagante, usando sus manos para absolutamente todo el proceso, en el que utilizaba cacharros sucios -u oxidados- y unas bombonas de gas de dudosa seguridad. La carne era de un color ciertamente extraño, y el pan estaba tan tieso como la mojama. Las verduras eran muy diferentes a las de occidente, las cuales parecían algas y bambú.

Antes de que acabase, me dirigí al servicio, el cual, bajo sorpresa de nadie, estaba lleno de heces e insectos muertos. Cuando me ofreció el plato, lo agradecí con cierta aprensión, pero el hambre era más fuerte que mi gusto culinario. Me senté en uno de los bancos de madera maciza que se hallaba dentro del local y me dispuse a darle el primer bocado. Al probarlo, tuve que aguantar el repugnante sabor de la hamburguesa, ya que el monje estaba observando de manera escalofriante.

Al rato, el dueño salió a fumar de su pipa, y debido al hedor que emanaba la cocina y el extraño sabor de la carne, decidí adentrarme allí e investigar el origen de este olor. Con un sudor frío recorriendo mi cuerpo debido a la tensión, abrí la puerta del congelador donde guardaba la carne. Horrorizado, me di cuenta de que había partes de un cuerpo humano cuyo color se asemejaba al de la hamburguesa que me había servido. Rápidamente me dispuse a salir de aquel antro para avisar a la policía, pero al girarme encontré al monje con una mirada amenazante y un cuchillo de gran calibre en su mano. Comenzó a sonreír de manera espeluznante y mi rostro cada vez se volvía más pálido. Lo último que recuerdo fue el frío metal del cuchillo atravesando mi garganta.

Agradecimiento especial a Josemi y Revi

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