cumpliendo años después de los treinta, y no porque a partir de entonces decidiera empezar a restarse la edad,
sino debido a que pocos días después de cumplir treinta años Emilia murió, y entonces ya no volvió a cumplir
años porque comenzó a estar muerta.
El segundo pololo de Emilia era demasiado blanco. Con él descubrió el andinismo, los paseos en
bicicleta, el jogging y el yogur. Fue, en especial, un tiempo de mucho yogur, y esto, para Emilia, resultó
importante, porque venía de un periodo de mucho pisco, de largas y enrevesadas noches de pisco con
cocacola y de pisco con limón, e incluso de pisco solo, seco, sin hielo. Se manosearon mucho pero no
llegaron al coito, porque él era muy blanco y eso a Emilia le producía desconfianza, a pesar de que ella
misma era muy blanca, casi completamente blanca, de pelo corto y negrísimo, eso sí.
El tercero era, en realidad, un enfermo. Desde un principio ella supo que la relación estaba condenada al
fracaso, pero aun así duraron un año y medio, y fue su primer compañero sexual, su primer hombre, a los
dieciocho de ella, a los veintidós de él.
Entre el tercero y el cuarto hubo varios amores de una noche más bien estimulados por el aburrimiento.
El cuarto fue Julio.
Atendiendo a una arraigada costumbre familiar, la iniciación sexual de Julio fue pactada, en diez mil
pesos, con Isidora, con la prima Isidora, que desde luego no se llamaba Isidora ni era prima de Julio. Todos
los hombres de la familia habían pasado por Isidora, una mujer aún joven, de milagrosas caderas y cierta
propensión al romanticismo, que accedía a atenderlos, aunque ya no era lo que se dice una puta, una puta-
puta: ahora, y esto procuraba siempre dejarlo en claro, trabajaba como secretaria de un abogado.
A los quince años Julio conoció a la prima Isidora, y siguió conociéndola durante los años siguientes, en
calidad de regalo especial, cuando insistía lo suficiente, o cuando la brutalidad de su padre amainaba y, por
consiguiente, venía el periodo conocido como periodo de arrepentimiento del padre, y enseguida el periodo de
culpa del padre, cuya más afortunada consecuencia era el desprendimiento económico. De más está decir que
Julio tendió a enamorarse de Isidora, que la quiso, y que ella, fugazmente enternecida por el joven lector que
se vestía de negro, lo trataba mejor que a los otros convidados, lo consentía, lo educaba, en cierto modo.
Sólo a los veinte años Julio comenzó a frecuentar con intenciones sociosexuales a mujeres de su edad, con
éxito escaso pero suficiente como para decidirse a dejar a Isidora. A dejarla, desde luego, del mismo modo
que se deja de fumar o de apostar en carreras de caballos. No fue fácil, pero meses antes de aquella segunda
noche con Emilia, Julio ya se consideraba a salvo del vicio.
Aquella segunda noche, entonces, Emilia compitió con una rival única, aunque Julio nunca llegó a
compararlas, en parte porque no había comparación posible y también debido a que Emilia pasó a ser,
oficialmente, el único amor de su vida, e Isidora, apenas, una antigua y agradable fuente de diversión y de
sufrimiento. Cuando Julio se enamoró de Emilia toda diversión y todo sufrimiento previos a la diversión y al
sufrimiento que le deparaba Emilia pasaron a ser simples remedos de la diversión y del sufrimiento
verdaderos.
La primera mentira que Julio le dijo a Emilia fue que había leído a Marcel Proust. No solía mentir sobre
sus lecturas, pero aquella segunda noche, cuando ambos sabían que comenzaban algo, y que ese algo, durara
lo que durara, iba a ser importante, aquella noche Julio impostó la voz y fingió intimidad, y dijo que sí, que
había leído a Proust, a los diecisiete años, un verano, en Quintero. Por entonces ya nadie veraneaba en