Préstamos 3

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un par de semanas y una repentina pero justificada separación. Nada más: ni llamadas, ni amigos en común,
nada. Sería fácil matar a Miguel. Corté con él de raíz, se imaginaba diciéndoles.
Andrés detuvo el auto y consideró necesario redondear la noche comentándole a Emilia que había sido
una fiesta muy entretenida y que de verdad no le importaría seguir asistiendo a esas reuniones. Es gente
simpática y con ese vestido calipso te ves preciosa.
El vestido era turquesa, pero ella no quiso corregirlo. Estaban frente al departamento de Emilia y era
temprano todavía. El venía muy borracho, ella también había bebido lo suyo, y tal vez por eso de pronto no le
pareció tan horroroso que Andrés —que Miguel— se demorara un rato entre una y otra palabra. Pero esos
pensamientos fueron violentamente interrumpidos en el momento en que se imaginó a su voluminoso
compañero de auto penetrándola. Asqueroso, pensó, justo cuando Andrés se acercó más de la cuenta y apoyó
su mano izquierda en el muslo derecho de Emilia.
Ella quiso bajarse del auto y él no estuvo de acuerdo. Le dijo estás borracho y él le respondió que no, que
no era el alcohol, que desde hacía mucho tiempo la miraba con otros ojos. Es increíble, pero eso dijo: «Desde
hace mucho tiempo que te miro con otros ojos.» Intentó besarla y ella le respondió con un puñetazo en la
boca. De la boca de Andrés salió sangre, mucha sangre, una cantidad escandalosa de sangre.
Las dos amigas no volvieron a verse largo tiempo después de aquel incidente. Anita nunca se enteró con
precisión de lo que había ocurrido, pero algo alcanzó a suponer, algo que en principio no le gustó y que luego
le produjo indiferencia, puesto que Andrés le interesaba cada vez menos.
No hubo auto ni tercer hijo o hija, sino dos años de calculado silencio y una separación dentro de todo
bastante amable, que con el tiempo condujo a que Andrés se conceptualizara a sí mismo como un excelente
padre separado. Las niñas se alojaban en su casa cada dos semanas y pasaban, también, todo el mes de enero
junto a él, en Maitencillo. Anita aprovechó uno de esos veranos para ir a visitar a Emilia. Su culposa madre le
había ofrecido varias veces financiar el viaje, y aunque le costó aceptar que iba a estar tan lejos de las niñitas,
se dejó vencer por la curiosidad.
Fue a Madrid, pero no fue a Madrid. Fue a buscar a Emilia, de quien había perdido completamente el
rastro. Se le hizo muy difícil conseguir la dirección de la calle del Salitre y un número de teléfono que a Anita
le pareció curiosamente largo. Una vez en Barajas estuvo a punto de discar aquel número, pero desistió,
animada por un pueril atavismo a las sorpresas.
No era bello Madrid, al menos para Anita, para la Anita que aquella mañana debió sortear a la salida del
metro a un grupo de marroquíes que tramaban algo. En realidad eran ecuatorianos y colombianos, pero ella,
que nunca en su vida había conocido a un marroquí, los pensó como marroquíes, pues recordaba que un señor
había dicho hacía poco en la tele que los marroquíes eran el gran problema de España. Madrid le pareció una
ciudad intimidante, hostil, de hecho le costó seleccionar a alguien confiable a quien preguntarle por la
dirección que traía anotada. Hubo varios diálogos ambiguos desde que salió del metro hasta que por fin tuvo a
Emilia frente a frente.
Has vuelto a usar ropa negra, fue lo primero que le dijo. Pero lo primero que le dijo no fue lo primero que
pensó. Y es que pensó muchas cosas al ver a Emilia: pensó estás fea, estás deprimida, pareces drogadicta.
Comprendió que quizás no debería haber viajado. Observó con atención las cejas de Emilia, los ojos de
Emilia. Ponderó, con desdén, el lugar: un piso muy pequeño, en franco desorden, absurdo, sobrepoblado.
Pensó, o más bien sintió, que no quería escuchar lo que Emilia iba a contarle, que no deseaba saber lo que de
todos modos parecía condenada a saber. No quiero saber por qué hay tanta mierda en este barrio, por qué te
viniste a vivir a este barrio lleno de caca, repleto de miradas capciosas, de jóvenes raros, de señoras gordas

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