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que arrastran bolsas, y de señoras gordas que no arrastran bolsas pero caminan muy lento. Observó, de nuevo,
con atención, las cejas de Emilia. Decidió que era mejor guardar silencio respecto a las cejas de Emilia.
Has vuelto a usar ropa negra, Emilia.
Anita, tú estás igual.
Emilia sí dijo lo primero que pensó: estás igual. Estás igual, sigues siendo así, así como eres. Y yo sigo
siendo asá, siempre he sido asá, y quizás ahora voy a contarte que en Madrid he llegado a ser aún más asá,
completamente asá.
Consciente de los recelos de su amiga, Emilia le aseguró a Anita que los dos hombres con los que vivía
eran maricones pobres. Aquí los maricones se visten muy bien, le dijo, pero estos dos que viven conmigo, por
desgracia, son más pobres que una rata. Anita no quiso quedarse a alojar. Buscaron juntas un hostal barato, y
se podría decir que conversaron largo y tendido, aunque tal vez no; sería impropio decir que conversaron
como antes, porque antes había confianza y ahora lo que las unía era más bien un sentimiento de
incomodidad, de familiaridad culpable, de vergüenza, de vacío. Casi al finalizar la tarde, después de realizar
algunos urgentes cálculos mentales, Anita tomó cuarenta mil pesetas, que era casi todo el dinero que llevaba
consigo. Se las dio a Emilia, que lejos de resistirse sonrió con verdadera gratitud. Anita conocía de antes
aquella sonrisa, que por dos segundos las reunió y luego las dejó solas, de nuevo, frente a frente, deseando,
una, que durante el resto de la semana la turista se dedicara a los museos, a las tiendas Zara y a las tortitas
con sirope, y prometiéndose, la otra, que no iba a pensar más en el uso que Emilia daría a sus cuarenta mil
pesetas.

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⏰ Última actualización: May 02 ⏰

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