La lengua de los muertos

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Los girasoles están ansiosos, apuntan a tu dirección en lugar de al sol, como si tú fueras su centro de gravedad o un astro que los guiara. Voy por la de Juridi y Vicencio, ya estoy a cuadras de tu casa. Mis zapatos están gastados, la tierra se filtra por las suelas, no puedo quejarme, es refrescante, aunque un poco doloroso, pero si esto es lo que toma llegar a ti, caminaría por un sendero de clavos ardientes.

Te conocí en un crucero del centro de la ciudad, tu camisón blanco rematado por moños de todos los colores atrajo mi vista. Suerte que yo estoy alto porque con tu metro cincuenta, no te habría podido ver de otra forma, llevabas una canasta a no sé dónde para vender no sé qué, ¿acaso eso importa? Los clientes no se fijarían en el producto, sino en tus ojos de profundo ónice.

Cuando me acerqué a ti, me sorprendió que no supieras ni poquito español. Hablabas en una lengua indígena desconocida para mí, pronunciando las palabras tan rápidamente que de pronto, los narradores de los partidos de fútbol y los raperos locales parecieron principiantes comparados contigo. Vendías artesanías, sí, eso era, collares de ostentosas piedras verdes y pulseras de las que colgaban ojitos de plástico.

Te pregunté el precio de las joyas y señalaste un papelito pegado con cinta en la canasta, era una lista con los precios de cada joya. Intenté sacarte conversación, hablar del clima o del último escándalo político, pero permaneciste callada, tus ojos expresivos, tu cabeza haciendo una negativa.

Se me complicaba el asunto, ¿cómo invitarte a salir o preguntar tu nombre?

Me di cuenta que sería imposible comunicarnos, así que dejé un billete de quinientos en tu canasta y me llevé la pulsera que tenía el ojito colgando, pensé que se parecían a los tuyos, así que me los llevé sin preguntar el precio.

Te busqué los días siguientes en el mismo punto, no fue difícil encontrarte porque siempre vestías el mismo camisón, los mismos moños de colores y los mismos ojos negros, grandes, expresivos e infantiles.

Con el paso de las semanas nos empezamos a entender, yo señalaba las cosas y tu decías su nombre en tu misteriosa lengua. Pronto, mi casa estuvo llena de pulseras, collares y ojitos de plástico, pues cuando te veía apurada intentando vender, te compraba toda la canasta para que pudiéramos pasear por el centro sin más distracciones que algún indigente curioso o algún vendedor gritando sus productos a los cuatro vientos.

Comencé a llenar una libreta con las palabras que me decías en tu lengua y me sorprendió ver que cuando las buscaba en el diccionario o en libros de diversas procedencias, encontraba orígenes muy diferentes. A veces, las palabras que anotaba procedían del latín, otras del griego e incluso algunas se parecían al alemán.

No le di mayor importancia, por esos días estaba demasiado en las nubes como para pensar en aspectos terrenales. Eran días en los que vivía bien y soñaba muy mal. Recuerdo una tarde en específico en la que estaba en mi habitación, tendido en la cama intentando dormir. Los crucifijos, cuadros y figuras religiosas clavando sus ojos en mí. Me sentí culpable, como si de alguna manera fuera yo el responsable de que la figura de Cristo estuviera crucificada y rematada por una corona de espinas.

Cambié de posición, intentando despejar mi mente, pensando en ti para olvidar el sentimiento de culpa que me embargaba. Pero tampoco funcionó; en la encimera, decenas de ojitos de plástico me miraban con fascinación, incluso podría jurar que alguno de ellos parpadeó. Me concentré e intenté dormir, justifiqué la escena argumentando que había cenado muy pesado y que ya llevaba mucho tiempo sin verte.

Al día siguiente corrí a verte y anoté nuevas palabras en mi libreta sobre tu idioma. Ya tenía las siguientes anotadas: perro, canario, ojos.

Empecé a preocuparme cuando me di cuenta que a partir de que pronunciaste la palabra "perro" no volví a ver ninguno de ellos en la ciudad. Creí que era paranoia mia pero, pasada una semana, empezaron a desaparecer también los canarios y temía lo que seguía.

Ojos.

Tenía una semana para averiguar si era real lo que estaba sucediendo. Durante el transcurso de toda la semana visité todas las librerías de viejo que había en la ciudad. Llegué a una del centro, en donde me atendió un librero viejo que olía a una extraña combinación entre cigarrillo, madera y menta. Le conté todo lo que había sucedido, sobre las similitudes de tu lengua con otros 20 o 30 idiomas diferentes. Al principio pareció escéptico, pero entre más detalles le daba, más preguntas me hacía y más interesado estaba en la historia, hasta que, cuando le conté todo, me habló sobre un antiguo texto llamado "La lengua de los muertos", parecía una historia sobre una antigua comunidad indígena que acababa con todo a su paso, pero me hizo entender que era una historia ficticia y lo que aquí estaba pasando era real.

El bibliotecario me dijo que lo buscaría y que lo fuera a ver mañana.

Cuando llegué a la tienda, toqué, pero nadie me abrió la puerta. Me pasé y busqué al bibliotecario, la librería parecía vacía pero el olor delató su presencia. Fui siguiendo con mi nariz el olor a menta y a madera, hasta que llegué a una salita tenuemente iluminada en la que había un sillón de espaldas a mí. Vi al viejo, me acerqué y creí que estaba dormido. Sostenía un gran volumen de cuero entre sus manos. Con letras doradas se leía en el lomo "La lengua de los muertos". Cuando me acerqué más para ver mejor el libro, un tercer olor inundó la habitación. El olor a muerte y podredumbre.

El bibliotecario estaba muerto, casi no podía ver sus rasgos por la tenue iluminación de la estancia, pero alcancé a ver que algo se movía en donde deberían estar sus ojos. Gusanos y moscas salían y entraban de las cuencas del viejo. De pronto lo comprendí.

Ojos.

Tomé el volumen y salí de la librería. La primera página tenía la siguiente anotación: "Der Tod hat kalte Hände". Lo pude traducir como "La muerte tiene manos frías".

Corrí por las calles, quería hablar contigo, pedirte explicaciones. Seguí avanzando, la ciudad estaba hecha un caos, había choques y gente corriendo por las avenidas principales. De pronto me di cuenta que todos tenían algo en común, caminaban sin rumbo, chocando con las paredes o cayéndose al suelo, en lugar de sus ojos, grandes y rojizas cuencas, lágrimas de sangre cayendo por las mejillas. Fue una escena completamente hermosa.

De pronto, me sentí agradecido, era la única persona en la ciudad con ojos. De alguna manera, sabía que esto había sido obra tuya, así que me dirigí a la florería más cercana e iba a comprar un ramo de girasoles para ti cuando me di cuenta que simplemente podía tomarlo sin pagar, después de todo, ¿quién vería el crimen?

Con el volumen bajo el brazo y el ramo de flores, comencé tu búsqueda.

Los girasoles están ansiosos, apuntan a tu dirección en lugar de al sol, como si tú fueras su centro de gravedad o un astro que los guiara. Voy por la de Juridi y Vicencio, ya estoy a cuadras de tu casa. Mis zapatos están gastados, la tierra se filtra por las suelas, no puedo quejarme, es refrescante, aunque un poco doloroso, pero si esto es lo que toma llegar a ti, caminaría por un sendero de clavos ardientes.

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⏰ Última actualización: May 04 ⏰

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