La nieve del exterior solo logró que el ambiente dentro del bar fuera mucho más placentero y cálido. Había mucho ruido gracias a las pantallas que proyectaban videos musicales de los noventa, y a las múltiples conversaciones que resonaban por todo lo alto. Incluso yo era parte del bullicio al platicar con los clientes solitarios que se quedaban en la barra.
Para ser honesto, mi trabajo no me desagradaba en lo absoluto. Sí, tenía que atender todos los días a un montón de ruidosos y alcohólicos neoyorkinos, pero de ellos aprendía demasiado. O chismeaba demasiado. Sin importar cómo fuera, todo el tiempo ocurría algo extraño o interesante en la ciudad y en mi bar. Y eso me motivaba a seguir manteniendo el negocio de mi familia.
Tener un bar muy bien ubicado en Nueva York es complicado, pero también es sinónimo de prosperidad. Mi abuelo lo adquirió después de ganarse la lotería y desde entonces se volvió nuestro negocio. Él se lo heredó a mi padre y él me lo heredó a mí cinco años atrás, después de morir de cáncer.
Gracias a las ganancias del bar pude estudiar lo que quise en una buena universidad. Y es que claro, ser parte de una población medianamente privilegiada permitió que me enfocara casi de lleno en el arte. Mi sueño era ser pintor, uno famoso. Fui un alumno sobresaliente y estuve por conseguir buenas oportunidades, hasta que me expulsaron.
A pesar de que tenía talento y seguí pintando, no obtuve ganancias ni reconocimiento. Así que me quedé en el bar para siempre. Gracias a él podía seguir con mi invisible carrera artística, decorar las paredes del establecimiento con mis cuadros y vivir bastante tranquilo en un buen departamento a un par de cuadras.
—Oye, ese sujeto se ve bastante mal. ¿Qué hacemos? —preguntó Simon, mi compañero.
Al girar un poco el rostro para ver a quién se refería, noté a un hombre al fondo de la barra. Recargaba la frente sobre el mármol y los brazos le colgaban a los costados del cuerpo; parecía dormido. Había cuatro vasos de licor vacíos a su alrededor y, a palabras de Simon, estaba a la espera de una doceava bebida.
—Ni siquiera sé si será capaz de pagar —continuó, dudoso.
—Ve a despertarlo y sácale el dinero o de lo contrario, Ray lo echará —respondí de inmediato, antes de volver a lo mío.
Esto no era para nada extraño. A diario sacábamos a una o dos personas que causaban desorden o estaban demasiado mal como para pagar. En fines de semana podían ser hasta siete u ocho, así que ya sabíamos qué hacer.
Mientras limpiaba y atendía a una pareja, oí la voz de Simon rogándole al borracho que pagara. Un minuto después, un vaso se rompió justo por ese lugar. Aquel sonido tan característico me hizo voltear de inmediato con auténtico disgusto. Que algo se rompiera solo significaba que habría problemas.
Dejé el trapo en la mesa y me acerqué a ellos. El borracho aún tenía la frente pegada al mármol y, por lo visto, había tirado el vaso accidentalmente cuando trataba de tomar su celular de la barra.
—Llama a Ray —indiqué.
Simon se alejó con rapidez mientras yo me quedaba junto al sujeto, que seguía sin alzar la cabeza. Lo sacudí por el hombro unas cuantas veces, le dije que debía pagar por el alcohol y el vaso roto y que tendría que irse. Pero no pareció importarle. Solo se quejó en alargados murmullos.
Fue entonces cuando Ray apareció con su imponente apariencia para hacerse cargo.
—No olvides traerme su billetera —dije, retrocediendo.
Ray lo sujetó por uno de los brazos y tiró de él hacia atrás, logrando que se alzara. Solo entonces pude ver fijamente al cliente. Y aquello no me gustó en lo absoluto. No cupe con la sorpresa, ni siquiera pude reaccionar. Me quedé atónito en mi sitio, sin quitarle los ojos de encima.

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El tiempo corre - EXTRAS
General FictionExtras que narran el pasado, presente y futuro que no conocemos de algunos de los personajes más importantes y queridos por los lectores.