—¿Qué crees que hará un lobo hambriento dentro de un rebaño de ovejas?
Preguntó, pero no obtuvo respuesta. Por lo menos no una explícita.
Ella no habló, sin embargo, cerró los ojos y tragó grueso ante lo que le provocaba la voz ronca que hacía despertar aquel cúmulo de sensaciones en su cuerpo.
Lo sintió y apretó el delicado rosario que llevaba en sus manos.
—Lo único que podría hacer —a falta de palabras, más, no de respuesta, prosiguió y la atrajo hacia él—, comer, matar el hambre, saciar las ganas —susurró muy cerca del lóbulo de la oreja que después atrapó entre los dientes.
Y mordió.
—¡No! —se ruborizó—. No puedo hacerlo. No puedo permitir que me arrastres a tu infierno —sus manos se apoyaron en el pecho del hombre e intentaron guardar la distancia, pero fue inútil—. En medio de mi mundo tú representas al demonio, y a ese, desde que tengo uso de razón lo estoy reprendiendo —musitó, sintiendo cómo la piel de su cuello se erizó, y ni siquiera se percató de la palabra que había dicho:
¿Demonio?
Quería escapar y, sin embargo, lo estaba nombrando.
—¡Déjame! No me arrastres contigo, por favor.
Aquello había estado muy lejos de ser un reclamo. Era un gemido, un gemido que escapó de sus labios, el cual hizo con la poca fuerza que le quedaba.
Intentaba escapar de los brazos fornidos y bien formados de aquel hombre que la tenía prisionera contra su pecho. Quería hacerlo, pero no podía. Luchaba con todas sus fuerzas, pero sabía que a esas alturas ya era imposible escapar de él.
El tiempo se había encargado de colocar las cosas en su lugar y ella pertenecía ahí, al sitio donde él la arrastró y la dejó a merced de sus más perversos deseos.
Ivie era una chica pura. Otra chica de bien que era alcanzada por el deseo de la carne. Ese mismo deseo que hacía pecar una y otra vez a la más devota de las vírgenes.
La lujuria de este hombre no tenía fin. Los deseos por ella la habían perseguido y corrompido su mundo religioso. Estaba sumergida en un poso profundo en el que solo existían ellos dos.
Y lo peor de todo es que a él no le importaba que estuvieran allí.
Su meta siempre fue esa y lo había conseguido. Arrancarla de los brazos amorosos de su Dios, en los cuales era una hija obediente, y convertirla en la chica rebelde que mantiene al padre despierto, esperando a que su amado retoño vuelva a casa.
Ya no le pertenecía más al creador, ahora le pertenecía a alguien más.
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Arrástrame a tu infierno
Romance-La escucho, hija. -Vengo a confesarme, padre. He pecado ante los ojos de Dios y he sido débil cediendo a los deseos de la carne. En mi cuerpo solo se aloja el deseo y la lujuria. No puedo dejar de sentir que estoy poseída por el mismísimo satanás...