Capítulo 5

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Esperé ansiosa a que cayera la tarde, el sol se enfriara tras la montañas coloridas que bordeaban Crownderville y mi primo apareciera de su senderismo con su grupo de maniáticos hipócritas.

Mi pecho entonces me parecía muy pequeño para albergar tanto rencor y enfado; mis trazos bruscos para retratar el jardín en donde habían trasplantado a la flor de loto desde su pantano, demostraba que había algo dentro de mí que no funcionaba como debía. Quizá porque ansiaba que mi primo llegara pronto a la cabaña para relatarle el bonito día de hambre que había pasado por culpa de uno de sus mejores amigos: gracias a las advertencias de Gabrielle no había tenido otra opción más que pasarme el resto del día con un agujero en el estómago y con las uñas troceadas y los dedos en carne viva.

De vez en cuando Gabrielle se pavoneó por la cocina abriendo y cerrando las puertas de los gabinetes y sirviéndose trozos de los postres que había preparado en la mañana mientras yo dormía. Silbaba en voz alta y degustaba de manera ruidosa —presumiéndome, desde luego—, unos postres que jamás probaría porque sus ingredientes no eran del todo amigables.

En una ocasión dejó el plato de lo que parecía un flan de caramelo con trozos de chocolate —pronto me di cuenta que era amante al chocolate—, sobre la encimera de mármol, arrastró un taburete y se sentó en él apoyando los codos a ambos lados del plato. Picoteó el postre con parsimonia, con los ojos clavados en mí, mientras dibujaba y trataba de ignorar sus provocaciones.

Por supuesto que no era inmune a lo bien que olía ese bendito postre. E incluso llegué a levantar la vista del cuaderno en un momento donde se llevaba la cuchara a la boca y cerraba los ojos; la sacó de su boca lentamente, emitiendo unos sonidos extraños, como alguien que había estado haciendo deporte con ropa ajustada y apenas llegaba a casa lo primero que hacía era desprenderse a ella; justo así. Como si el postre le estuviera dando una satisfacción indescriptible.

Desde luego que al darse cuenta que mis defensas habían caído unos instantes, sonrió triunfal y sus ojos marrones espesos tomaron un matiz malicioso.

—Y pensar que hubo un momento en el que consideré que serías digna para probar mis postres —chasqueó la lengua en gesto de desaprobación mientras negaba con la cabeza—. Mi error. Me pido perdón a mí mismo.

Me mordí la lengua para no contestar a eso —y para contener la salivación que producía al verlo deleitarse tan desinhibido— y fingí sordera para centrarme de nueva cuenta en mi flor.

Después de eso se dedicó a limpiar la cocina, preparó una cena salada y se metió a su habitación después de hablarme arrojado unas cuantas gotas cuando sacudió el trapeador con la excusa de que estuviera seco para que el piso quedara reluciente; al menos fueron unas simples gotas que me salpicaron el rostro. Me metí al baño inmediatamente.

Tampoco me atreví a curiosear lo que preparó de cena, porque eso implicaba alejarme de mi zona segura —el sofá—, meterme a la caverna de un ogro psicótico y arriesgarme a que esa comida que olía a la gloria misma, la hubiera preparado exclusivamente para que yo la probara y muriera de una sobredosis.

Todavía recordaba lo que mi primo me había dicho cuando íbamos en busca de su novia en la caravana; la fractura de su pierna por extenderse con aquellos brownies y de la que mi tío Asher se mantenía ignorante.

Un escalofrío me recorrió la columna ante la posibilidad de que mi tío se enterara; el campamento militar sería la opción más benevolente que tendría en su repertorio.

Recordé cuando Nash y yo éramos pequeños y nos habían dejado jugar con los naipes de la abuela Sora; la abuela descansaba en su sofá favorito con con el periódico en el rostro, roncando como un oso furioso y Nash fingía un desmayo cada vez que los ronquidos rompían la barrera de sonido.

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