Cercedilla

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"Cercedilla"
Al menos eso es lo que parecía poner. El cartel que tenía delante estaba tan descolorido por el sol que era un milagro ver algo.
Miré alrededor mío.
Al parecer todo el andén estaba igual de mal.
Había carteles publicitarios con la mitad del mensaje arrancado mostrando trozos de pared desnuda; graffitis obscenos llenaban las paredes dejando el contraste con los carteles; había cristales debajo de las farolas y botellas medio vacías debajo de los bancos; ni siquiera se me pasó por la cabeza sentarme en alguno de ellos, corría el riesgo de quedarme pegado por los chicles; y había papeles por todas partes, llenando las vías mientras las papeleras se encontraban vacías.
Era una calurosa tarde de finales de julio por lo que el calor favorecía a que el hedor producido por la basura flotara en el aire, ascendiendo hasta mi nariz.
Era repugnante.
Paseé y entré en la estación. Dentro se estaba más fresco y el olor pareció remitir un poco pero el agobio era el mismo.
Me acerqué a la taquilla.
Un hombre mayor se sentaba al otro lado del cristal de seguridad. Tenía el pelo gris y una barba larga que se perdía debajo del mostrador, los ojos casi ciegos por las cataratas y unas manos temblorosas.
<<Pobre hombre, no debería estar trabajando a su edad>>, pensé.
Pero pensarlo era muy fácil. La crisis había hecho que la gente mayor tuviera que volver a trabajar porque las pensiones no daban para vivir. Además, ahora la edad de jubilación era mucho más tardía que hace unos años. El hombre me miraba con cansancio, seguramente preguntándose qué hacía allí, mirándole.
-Perdone, ¿podría decirme a qué hora llega el siguiente tren? -pregunté con educación.
-A las seis. -contestó con voz ronca. Parecía costarle mucho pronunciar cada una de las letras.
-Muchas gracias,... -contesté, esperando que me dijese su nombre.
Se quedó un momento paralizado, como si no supiese su propio nombre.
-Andrés. -respondió.
-Encantado, Andrés. Yo soy Mario. Y muchas gracias. -repetí.
Me di la vuelta pero conseguí ver cómo Andrés sonreía un poquito.
Quedaba una hora para que llegara mi tren.
Tenía una hora entera para despedirme.
Caminé por la estación, sin rumbo fijo, parándome a observar a la gente. Al rato, el calor hizo que tuviera que sentarme a tomar algo para combatirlo. En la cafetería de la estación estaban todos los pasajeros que, al igual que yo, esperaban el tren de las seis. Me puse en la esquina de la barra, para pasar desapercibido y así poder mirar a la gente que me rodeaba.
La primera que captó mi atención fue una mujer joven, con el pelo castaño largo hasta la mitad de la espalda. Vestía unos pantalones cortos y una camiseta holgada que tapaba un poco su tripa.
Estaba embarazada.
Había una niña pequeña sentada con ella. Me recordó a Emma. No tendría más de ocho años, iba con un vestido veraniego rosa y unas sandalias con dibujos de animales. El pelo, igual que el de su madre, lo tenía recogido en una trenza y tenía unos ojos azules preciosos. Por suerte estaba lo suficiente cerca como para verle los ojos pero no para oír de lo que hablaban.
No me interesaban las conversaciones, sólo las apariencias.
El camarero se paseaba por las mesas recogiendo los platos y los vasos a toda velocidad. Parecía estresado y no podía tener más de veinte años.
El siguiente pasajero que miré era un hombre de mediana edad, trajeado y con un semblante lleno de arrogancia. No me gustó nada. Unos treinta y cinco años, cinco más que yo. Hablaba enfadado con alguien por teléfono.
<<Un ejecutivo agresivo>>, concluí.
Se bebía un café pero había otras dos tazas encima de la mesa. Cuando el camarero volvió a la barra le pedí una botella de agua bien fría. El primer sorbo fue como si bebiese de un iceberg. Me calmó la sed y el calor casi al instante. Fui al baño, y una vez cubiertas mis necesidades más inmediatas, me puse a pensar.
Hacía un año que se habían ido. En esa misma estación.
Dolía, dolía mucho recordarlo.
Emma no tenía más de ocho años, como la niña que jugaba con su madre en la mesa de la cafetería. Caroline era joven, veinticinco años, y era la mujer de mi vida. Las perdí a las dos y ahora no me queda nada. Un trabajo aburrido y una casa llena de dolor.
El grito de rabia del ejecutivo agresivo me trajo de nuevo al presente.
-Serás inútil. Me has tirado el café encima. ¿Es qué estás ciego o qué? -se quejó.
-Me temo que sí, señor. Siento mucho lo del café. Aún no me manejo muy bien. Sólo hace unos meses que estoy así. -se disculpó el joven.
El joven en cuestión vestía con un chándal de Adidas un poco caído por el culo y una camiseta de tirantes negra básica. Los ojos tapados con unas gafas de espejo verdes. No había ni llegado a los 18 y ya se había quedado ciego. Me dio lástima. Pero no penséis que fue por ser ciego. Me dieron lástima todas las cosas que se pierde alguien que no nace ciego sino que se hace. Es cruel dejarle ver la belleza del mundo para después arrebatársela.
Me levanté y fui a ayudarle a encontrar un asiento. Me lo agradeció sinceramente. De pronto una robótica voz tronó por el altavoz:
-Señores pasajeros, el tren de las seis en punto llegará en cinco minutos. Vía 2. Que pasen un buen día.
Mientras salía hacía la vía 2 empecé a repasar la última hora de mi vida. Una sonrisita, unos ojos azules, unas gafas de espejo... Todo el mundo tenía una condena, y aunque intentaran esconderla tras las apariencias, siempre salía a la luz.
El tren se acercaba al andén igual que yo me acercaba a las vías. El momento más importante y a la vez más doloroso de mi vida pasó entonces por delante de mis ojos.
Un año atrás, Caroline, Emma y yo íbamos a coger el mismo tren para ir a pasar el día fuera por su cumpleaños. El tren estaba entrando en la estación cuando me sonó el teléfono. Me alejé para hablar después de darle un beso a Caroline.
Era del trabajo.
Entonces alguien salió de la estación atropelladamente y corrió en la misma dirección en la que estaban mis chicas. Un policía perseguía al ladrón. El nerviosismo hizo que mirara hacia atrás sin darse cuenta de que iba a chocar con Emma y Caroline. El golpe fue muy fuerte, lo suficiente como para que ellas cayeran a las vías y él saliera despedido hacia delante.
El tren no pudo frenar.
Fue como si una parte de mí se desprendiera, dejándome vacío. Ni siquiera los chillidos de horror de los pasajeros me hicieron reaccionar. Estaba en shock, como si fuera un sueño. Seguía con el teléfono en la mano, una voz salía de él pero yo ya no la oía. Tenía la mirada pegada al lateral del tren salpicado de sangre, al lugar donde antes estaban mi mujer y mi hija. Cuando conseguí reaccionar después de lo que me parecieron horas, caminé hasta la mancha de sangre y me arrodillé. Las lágrimas corrían como balas por mis mejillas.
No podía pararlas.
La pulsera que le regalé a Caroline por nuestro primer aniversario estaba en el andén, se le había debido de caer. Al cogerla me manché las manos de sangre. De pronto todo adquirió un cariz demasiado realista para mí.
Me derrumbé, grité y maldije. Me desmaye sintiendo que una parte de mi alma nunca se levantaría de ese andén, nunca más.
Ahora venía a reunirme con esa parte de mi alma. Saqué la pulsera y la rosa del bolsillo de la chaqueta, agarré con fuerza la pulsera, arrojé la rosa a las vías y, haciendo oídos sordos a las advertencias de los pasajeros, me tiré detrás de ella.

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