Día Nueve

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Neme, finalmente libre de las cadenas de su injusto encierro, se entregaba al lujo de un baño que había sido un espejismo en su mente durante demasiado tiempo. La comida, que no era un mero simulacro de nutrición como la que había soportado, era un agradable cambio de ritmo. El silencio de su nueva celda—a la que ellos llamaban habitación—era un bálsamo para su espíritu agotado, hasta que la descortesía de los golpes en la puerta la sacó de su merecida paz.

La "suite" que le habían asignado en Zuazaor era un chiste, un espacio que luchaba por mantenerse unido bajo la invasión del moho. El aroma a humedad era tan persistente como las sombras en aquel rincón abandonado del palacio. Aunque ya no estaba entre barrotes, la constante presencia de guardias apostados en la puerta le recordaba que su libertad era tan solo una ilusión.

Refugiada en lo que parecía ser el almacén olvidado del palacio, Neme no pudo evitar un suspiro de alivio. A pesar de todo, este rincón descuidado era un paso adelante, aunque fuera un paso pequeño y reacio.

«Apenas una mejora, pero una mejora, al fin y al cabo», pensó con un destello de ironía.

Habría apostado su libertad a que sería liberada antes; de hecho, estaba segura de que sería ese mismo día, después de su trato con aquel hombre. Pero claro, había subestimado la pomposidad de las Zyraquens. Ocho días habían tardado en "finalizar los preparativos" para su liberación. Ocho días, el número favorito de la Deidad Inmortal. ¿No era irónico?

Cuando los golpes en la puerta interrumpieron su melodía interna, Neme dejó de tararear la canción de los Ubidanzugá que aún flotaba en el aire. Si sus cálculos no fallaban, ahora habría dos de esos artefactos en extremos opuestos para equilibrar la asimetría del ritmo. Al final parecía que las Zyraquens no eran tan inútiles. El guardia giró la llave con la gracia de un elefante en una tienda de porcelana, y la puerta se abrió para revelar a Chiaza-Huaryan, cuya sonrisa parecía iluminar hasta los rincones más oscuros, y que venía cargado con una pila de libros que probablemente no había visto la luz del día en décadas.

Neme lanzó una mirada cargada de escepticismo a Chiaza, su ceja arqueada era un claro desafío a la credibilidad del entusiasmo del Huaryan. ¿Realmente pensaba que ella, recién liberada de su prisión, estaría dispuesta a saltar a sus órdenes? Por supuesto que sí, porque ¿quién era ella para negarse a un Huaryan y al mandato Zyraquen?

El guardia cerró la puerta con un chasquido que resonó en la modesta habitación, mientras Chiaza se acercaba con una gracia que parecía forzada, depositando los libros en la mesa con un cuidado que rozaba lo absurdo antes de inclinarse en una reverencia que bien podría haber ganado un premio por su exageración.

—¡Que el sol ilumine tu camino, estimada Neme! —exclamó él, con una voz que rebosaba de una alegría tan artificial que Neme casi podía ver el engranaje detrás de su sonrisa forzada—. Qué placer verte tan... recuperada. ¿Cómo te encuentras?

—Tan encantadora como se puede estar en este encierro de lujo —respondió Neme, su tono seco como el yermo de Soguapabara. Había aprendido a esgrimir las palabras como una espada Zyraquen—. Y dime, ¿qué haces arrastrando esos tomos que parecen haber sobrevivido a la última glaciación? ¿Esperas que los devore o que te ilumine con mi sabiduría sobre ellos?

La sonrisa de Chiaza vaciló, pero se recuperó con la velocidad de un felino. Un felino que, en su arrogancia, no se daba cuenta de que era observado por una cazadora mucho más astuta.

—Un poco de ambas, y al mismo tiempo ninguna —dijo, intentando mantener el ritmo de la conversación—. Neme, es hora de trazar un plan para detener el invierno. Tengo algunas ideas; vamos a tener que combinar el Quillazca y el Sugunquy para ello.

Canto del Último AlientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora