Amante silenciosa

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Autor: Orlando Cordero

Perfil: OrlandoCordero2022

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"Qué brazos y hombros he visto y tocado,

qué aptos sus pechos para apretarlos contra mí.

Para no hablar del resto, todo me gustaba,

Me abracé a su cuerpo desnudo y ella cayó."

Ovidio (43 a.C. – 17 d.C.)

¿Amor a primera vista? Tal vez. Tantos cuerpos y rostros femeninos habían explorado su experta mirada, no recordaba cuántos; pero ninguna como ella. Hermosa y tranquila, sin un rasguño, intacta y limpia. Acicalada con perfumes fantasiosos de incienso y rosa. Nada más al verla entrar, un cúmulo de sensaciones poseyeron su mente y corazón, confundiéndolo en un sueño opiáceo de bizarro romanticismo. Ella tenía que ser suya, él quería amarla y debía hacerlo, para poder dar descanso a su febril imaginación, de no ser así se volvería loco de pasión y deseo.

Sus colegas le relataron la triste historia de la joven, centro de atención y erotismo. Él se conmovió, generando un sentimiento de ternura y lástima, que fortaleció su deseo de arroparle bajo el calor de sus brazos protectores. Indefensa víctima del amor, ella había sucumbido a los poderes de Eros y el final, fue desgraciado, así como su vida y trayectoria.

Él no lo dudó más, ella debía ser suya, tenía que amarla, quería hacerlo para dar tregua, de esa manera, a esa pobre alma, rescatarla de la locura, devolviéndole la pasión y el deseo de vivir. Todo un imposible, pero el amor es ciego y no entiende de razones, ni de lógicas y de consideraciones.

Primero, esperó a estar a solas con ella, una pequeña etiqueta le reveló su nombre. Conduciéndola luego a un cuarto solo, ella no puso reparos al ser transportada, sintiéndose él muy feliz y excitado por su complacencia. Su mudez le impresionaba de sobremanera, haciéndole más adorable y anatémica. Sufrido mutismo que hacía patente su antigua necesidad de cariño y afecto, devoción que él le otorgaría con placer y sin remordimientos.

Él la deshizo de aquella odiosa tela que le impedía demostrar toda su hermosura, observando y disfrutando el delirio de los dioses, que significaba su desnudez. Era tan linda que no pudo evitar llorar de alegría, tristeza e incomprensión. ¿Cómo pudo alguien rechazar a semejante Venus? ¿Qué hombre, en su sano juicio, osaría despreciar la perfección de sus formas? Toda una mujer, exquisita beldad, divina.

Reponiéndose de la impresión y nervioso hasta el extremo, él se acercó a ella no sabiendo que hacer primero. Ella, con sus ojos cerrados, permaneció quieta en la camilla, demostrando absoluta sumisión a sus deseos, estaba dispuesta para cualquier tipo de lujuria o recepción amatoria.

Con parsimonia timidez, besó aquellos labios carnosos y sensuales, abiertos, aún rosados, suaves, mojados y fríos. Ella no respondió, pero él imaginó que lo hacía e introdujo su lengua en la erógena y abandonada boca de su amante. Mordió aquella piel desprovista de amor, saciando la corrupta libido de una necesaria y empalagosa delectación. El apuesto rostro no escapó al fiero ataque de su idolatría y víctima fue del amoroso toque de su insaciable boca. Su olor, dureza y resequedad; malsana inspiración que le encendía hasta sus últimas consecuencias. Le excitaba la firmeza galante de sus redondos y opulentos senos, suavidad en sus colinas y erección petrificada en los pezones que le devolvía la vida perdida en anteriores experiencias. También comió de esos gigantescos frutos, lamiendo y succionando la voluptuosidad escondida y ausente de sus líquidos maternos.

No perdonó tampoco al bulboso centro de reproducción ubicado entre sus fabulosas piernas, sería inútil describir la concupiscente acción de los dientes, boca y lengua en contra de la perfumada abertura; extenso y extremo fue el frotar de sus apéndices del placer, compartiendo responsabilidades en la profanación los dedos y su nariz. En todo el preámbulo al acto sexual él hubo de imaginar sus gemidos y jadeos, le frustraba su mudez; fantaseaba con su voz, con aquel posible tono melódico que excitara sus oídos y no sólo se limitara a fagocitar su hombría con pervertida sumisión. Pero ella era así y él debía aceptarla tal cual: muda e inmóvil.

Ambos fueron posesos, penetrando en los abismos de un pecado aberrante e inconfesable. Uniendo carne con carne, calor con frío, muerte con vida. Terminando en un grito solitario, delator de un orgasmo único que pertenecía de manera ambigua a ambos cuerpos. Él, de nuevo, hubo de imaginar su agitación y los demenciales jadeos productos del deleite y la euforia.

Y así permanecieron unidos, en un tierno y monstruoso abrazo toda la noche. Despertando él, al día siguiente con la cabeza clavada entre sus pechos, todavía esponjosos. Se despegó de ella contra su voluntad, limpió su entrepierna y la de ella para no dejar rastros de su infracción pecadora. Colocándole luego la sábana con pena y aflicción, él debía irse antes de que iniciaran la necropsia de ley, la introdujo en la nevera para cadáveres y luego se fue, fingiendo que nada extraño había ocurrido durante su guardia, con una sonrisa de necrófila satisfacción en su cara.

Lástima que la chica se había suicidado. Era un desperdicio sin perdón. No la olvidaría, jamás. Su olor quedó impregnado en su piel y en su reprochable cerebro.

Con todos lo sentidos. RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora