Número oculto

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Autora: Tatiana Sánchez

Perfil: TatianaSanSala

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Miré al reloj mientras apretaba el botón del ascensor. Intenté hacer memoria, pero no podía recordar la última vez que salí puntual de la oficina. Llevaba veintidós años en aquella empresa. Como buen contable, sumé todas las horas que había regalado para descubrir que bien podrían sobrepasar el año. Las puertas correderas del elevador se abrieron tras la aguda campanilla. Con dos zancadas entré en el pequeño cubículo para ocho personas poco gruesas mientras el espejo usado para crear sensación de amplitud me devolvía una imagen que distaba mucho de la que comenzó trabajando allí. Me acerqué aún más, la luz blanquecina delataban todas las canas de mi barba y mostraban unas arrugas cada día más evidentes y mis rizos enmarcaban unas enormes entradas en la frente. Con esfuerzo, el gimnasio conseguía mantener a raya la recalcitrante barriga. Miré los números rojos descendiendo en la pantalla. Sentía que en mi vida había comenzado también una cuenta atrás.

Conocí a mi esposa justo en aquel ascensor. Todavía podía recordar el aroma dulzón y floral de su perfume. La falda negra marcando todas sus curvas y la blusa blanca con dos botones desabrochados que solo dejaban lugar a la imaginación. Me sonrió al entrar mientras se colocaba a mi lado. Casi rozando mi brazo. El ambiente era tenso y pesado. Cortante. Durante las semanas siguientes fui más puntual que el Big Ben. Todos los días a las 19:00 estaba saliendo por la puerta solo para intentar coincidir en aquel estrecho lugar y, con suerte, poder mantener una pequeña charla insustancial sobre el tiempo. Durante algunos meses fuimos esclavos de lo prohibido. De miradas cómplices, de imperceptibles roces de manos. De caricias furtivas y besos robados. Antes de salir al exterior me separé un poco el pantalón intentando disimular la excitación que me producía aquel recuerdo. La chispa que siempre se avivaba en mí ante el temor de ser descubiertos.

Por fortuna, era el último día laborable de la semana. Y cómo cada viernes tomar una cerveza bien fría en el pub irlandés de la esquina me ayudaba a dar carpetazo a otra semana de mierda. Lo peor de todo no era el trabajo, sino la gente. Al parecer, que tu mujer hubiera sido parte de la plantilla algunos años, les daba derecho a opinar sobre mi vida sexual, aun cuando la suya diera asco. En cuanto tenían la oportunidad, los mandriles en celo de mis compañeros; sacaban sus smartphones para enseñarme todos los "coñitos disponibles", y "a mi alcance" en esas apps de citas. Los "maduritos" estamos de moda, alegaban entre codazos y risotadas.

En el local y pedí una cerveza negra a Michael. El camarero, pelirrojo y pecoso que había sido tan osado como para traer parte de su patria a tierra ajena, me puso la caña. En ese momento, mi teléfono comenzó a vibrar con insistencia. Para cuando pude mirar ya había varios mensajes esperándome en WhatsApp:

Número oculto:

Hola, guapo.

Número oculto:

¿Me dejas que te invite a esa cerveza?

Miré a mi alrededor. Intentando descubrir su procedencia. Estaba claro que debía estar en el local. Pero desde mi posición no podía ver mucho más que al hombre barrigón que tenía pinta de ir por la cuarta ronda.

—¿Y tú qué miras?— me preguntó el beodo enfadado al notar mi escrutinio.

Rápidamente, me di la vuelta para poder tener un mayor campo de visión. En la habitación solo había dos mujeres.

Una de ellas, era tan joven como para poder ser mi hija, jugaba al billar con un chaval no mucho mayor que ella. Llevaba vaqueros tan ajustados que esperé que las costuras resistieran toda la partida. Cada vez que se agachaba el chico la miraba y salivando como el perro del Pavlov. Era poco probable que se tratara de ella.

Había una segunda que sostenía su smartphone. Sin gafas, bajo aquella luz tenue y con varias capas de maquillaje, no le echaría más de treinta. Tenía una media melena morena y era un poco rellenita sin resultar excesivo. Enseguida me fijé en el prominente escote que mostraba el canalillo. Me pareció sensual y femenina. Pero, sobre todo, la seguridad que transmitía. Aquellos mensajes directos y sin florituras me hacían sentir deseado y poderoso. La mujer dejó el móvil sobre la mesa y agarró su cocktail. Tomó un trago mientras me miraba fijamente.

Entonces, me percaté. ¿Sería todo aquello una broma de mis compañeros? ¿Se habrían atrevido a agendarme una cita? ¿Habrían creado un perfil? Sabían que mi matrimonio hacía aguas y que estábamos acudiendo a terapia, pero aquello era demasiado... De repente se me ocurrió una idea para desenmascarar a los responsables.

Yo:

Depende. ¿Cómo has conseguido mi número?

En contra de lo que había esperado, el teléfono de la mujer, que todavía estaba sobre la mesa, no zumbó. Sin que ella lo hubiera siquiera tocado recibí una respuesta.

Número oculto:

Lo tengo desde hace mucho. Me gusta tu culo en esos pantalones. La oferta sigue en pie

A estas alturas, y sin saber el motivo, necesitaba conocer a la misteriosa persona que se ocultaba detrás de aquellos mensajes. Incluso me había olvidado de la mujer del cocktail y de la más que probable humillación que sufriría el lunes en la oficina de ser todo una broma pesada.

Yo:

Vale. Pero tendrás que venir a pagar en persona.

Número oculto:

Contaba con ello. Hasta ahora.

De repente, una silueta femenina emergió desde la escalera del fondo que conducía a los baños. Llevaba una falda de tubo negra y una blusa blanca. Parecía estar viendo visiones. Ella se acercó felina y sinuosa. Su perfume embriagó mis fosas nasales antes de que mis ojos, miopes y cansados, pudieran llegar a reconocerla. Se acercó hasta mi oreja y me susurró:

—Hola Nacho.

Mi piel se erizó. Una vez más me quedé sin palabras. Como aquel primer día que la conocí. 

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⏰ Última actualización: May 14 ⏰

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