Lidia, la ninfa pelirroja

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Un padre divorciado recibe la visita de su hija y su mejor amiga, con la que habrá chispas.

El presente relato está basado en lo que le pasó a mi compadre Andrés (pseudónimo que empleo para ocultar su identidad, al igual que el resto de los personajes que aquí aparecen).
Todo comenzó aquella tarde en que Andrés, sentado en el salón de su casa leyendo el periódico, recibió la visita de su hija Claudia. Pero lejos de ser una visita cordial, como suelen ser por lo común las visitas familiares, aquella fue caótica, pues su hija no dejó de proferir insultos contra él, recriminándole que se había acostado con su mejor amiga, Lidia. Pero antes del desarrollo de la discusión, presentaré a todos ellos. Andrés es un hombre de 54 años, alto, delgado, aunque no muy corpulento, con barba. Su pelo era moreno y su cuerpo era moderadamente velloso. Sus ojos eran de color azul, su sonrisa algo torcida y su hablar bastante fuerte. Llevaba casi la mitad de su vida divorciado, tras descubrir que su mujer se follaba a otro hombre en su ausencia.
Por su parte, Claudia había sacado el atractivo de su madre: una morenaza de ojos verdes, más pequeña de estatura que su padre, delgada, grandes y hermosos pechos… Se podría decir que era el sueño erótico de muchos. Mientras, su amiga Lidia, era más o menos de su estatura (1, 54 m), pelirroja, ojos azules, muy blanca de piel, labios carnosos y pechos muy pequeños, lo que le daba cierto aire infantil. No obstante, ambas tenían 23 años y se conocieron desde muy pequeñas en el colegio, manteniendo su amistad en la adultez. Esta era la que se había convertido en la amante de Andrés.
“¡No tienes vergüenza, un hombre de tu edad con mi mejor amiga!”, le gritaba Claudia al bueno de Andrés. “Claudia, lamento que te hayas enterado así, pero nos queremos, son cosas que pasan a veces en la vida”, le contestó. Claudia no podía apartar de su mente aquel momento en que, pensando que su padre dormía, abrió la puerta de su habitación con intención de despedirse de él y vio a Lidia cabalgándole como una amazona. La verdad, nunca se había preocupado mucho por su padre, pese a que desde el divorcio con su madre le había mandado dinero para mantenerla, así como diferentes regalos, y cuando pasaba días con él no los disfrutaba. Ciertamente, lo despreciaba, lo consideraba un fracasado por no haber tenido satisfecha a su esposa, teniendo que ir a buscar cariño y placer fuera. No es que Andrés fuera un mal marido, él procuraba ser el mejor amante, pero su trabajo como profesor interino le obligaba a desplazarse por diferentes localidades de Andalucía, por lo que entre semana tenía que irse fuera de casa por motivos laborales, sólo apareciendo por allí los viernes por la tarde hasta el domingo, que debía partir para madrugar al día siguiente. Su esposa no apreciaba estos sacrificios que él hacía y por eso coqueteó con su jefe, que fue el que acabó empotrándola y se convirtió en el padrastro de Claudia tras el divorcio. Claudia admiraba mucho a su padrastro, pues tenía dinero y compraba su amor concediéndole todos los caprichos, convenciendo a su madre de que pudiera llegar más tarde a casa y cosas del estilo. Aquel hombre, desde su perspectiva, era su referente masculino, el macho ganador, mientras que su padre, que se sacrificaba por ella, era un perdedor. Sólo cuando Andrés consiguió un chalet con piscina que había heredado de un tío suyo comenzó a querer pasar tiempo con él. Fue en una de estas visitas cuando llevó consigo a Lidia y Andrés se fijó en ella.
“Claudia, tesoro, ¿qué es lo que ves mal en que dos personas pasen el tiempo disfrutando y amándose juntas?”, le preguntó Andrés. “¡Papá, por Dios, me da náuseas sólo recordar ese momento tan asqueroso! ¿Acaso no te das cuenta de que tú eres un hombre y ella sólo una niña?”, le dijo. “Claudia, tu amiga Lidia es una persona adulta. Puede que haya una gran diferencia de edad entre ambos, pero los dos somos adultos y hemos consentido en esto. No estoy violando a ninguna niña, ¿te enteras?”
Claudia rompió a llorar, y cayó boca abajo en el sofá. Su padre cerró el periódico, sin saber qué hacer. Él amaba a su hija, se esforzaba por ser buen padre y comprenderla. Pero aquello no tenía ni pies ni cabeza. Tras aquel divorcio cogió depresión, su mujer accedió a la custodia compartida de Claudia, pero nunca hubo una relación fuerte entre padre e hija desde aquel momento. Era casi como una desconocida para él. Lo único que le salvó del suicidio fue su trabajo, pues al trabajar se olvidaba de sus problemas, además de descubrir las diferentes espiritualidades orientales. Aunque educado como católico, nunca fue practicante, y encontró cierta paz en los textos que contenían las enseñanzas de Buda, Lao Tsé o la espiritualidad hindú. Nunca volvió a casarse de nuevo y tampoco tuvo relaciones sexuales hasta que Lidia se cruzó en su camino.
Andrés se puso en pie y fue a la cocina con la intención de preparar té. Necesitaba animar a su hija como fuera, realmente le dolía verle así por algo que sólo incumbía a su vida privada. “Claudia, amor mío…”, le dijo. “¡No me llames <>, ni se te ocurra llamarme como la llamas a ella mientras hacéis esas porquerías!”, le respondió histérica. Andrés colocó aquella bandeja con las tazas de té sobre la mesa y continuó intentando razonar con ella:
-       Claudia, sabes que divorciarme de tu madre fue muy duro para mí. Yo la quería muchísimo y descubrirla con otro fue un enorme shock. Nunca volví a relacionarme con otras mujeres y encontré, al cabo de los años, un alma gemela en tu amiga. No es sólo una cuestión de sexo, yo la amo…
-       ¡Viejo verde cabrón! ¿No puedes fijarte en las mujeres de tu edad, tienes que fijarte en mi mejor amiga? ¿Sabes lo que me cuesta ahora mirarle a la cara sabiendo que le metes el rabo? ¡Dios, es que no tienes ni idea de lo que estoy pasando!
-       ¡A ver si bajas ya ese tonito conmigo, viejo verde o no sigo siendo tu padre, a mí no me montes una escena!
Claudia volvió a bajar el rostro, estrechándolo contra el cojín del sofá. Andrés tenía motivos para que hablara más bajo, pues alguien estaba en la planta de arriba. De nuevo, con el silencio, comenzó a recordar su despertar sexual por Lidia: era un día caluroso de verano y Claudia se presentó en aquel chalet para disfrutar de la piscina de su padre junto a su amiga Lidia. Andrés quedó prendado con su larga melena pelirroja, que le llegaba hasta la cintura. Siempre había sentido cierto fetichismo hacia las pelirrojas y pese a que antes de casarse con su mujer estuvo con varias chicas, las pelirrojas no se encontraban en el repertorio. Además, aquella sonrisa y esos ojos azules terminaron por cautivarlo.
Hubo una breve presentación y ambas chicas fueron al cuarto a cambiarse para el baño. Él se encontraba redactando un artículo para su blog, por lo que se añadiría a la piscina más tarde. Pasados unos minutos, ambas chicas bajaron por la escalera y medio desnudas, con unos bikinis que apenas tapaban sus traseros, corrieron hacia el exterior. Ver a dos chicas jóvenes de buen ver corriendo en bolas por la casa terminó por empalmar a Andrés. “Tened cuidado, chicas, no os hagáis daño”, les dijo. De pronto oyó el agua tras impactar sus cuerpos sobre ella.
Andrés decidió dejar para después el artículo de su blog y subió a cambiarse. Pero mientras andaba por el pasillo vio la puerta de la habitación de su hija abierta. No lo pudo resistir y entró. Allí vio el short y la braguita que se había quitado Lidia para irse a bañar. Se sentó sobre el colchón y, tras titubear, se la puso junto a la nariz y aspiró el olor. Aquel olor a coñito despertó a la bestia que llevaba dentro y su polla se puso como una piedra. Andrés necesitaba aliviarse y usó aquella prenda usada por la pequeña ninfa pelirroja para machacársela como un poseso. “¿Cómo estará desnuda?”, se preguntó, “¿tendrá rojos los pelitos de abajo”? Y nuestro amigo acabó corriéndose sobre el suelo de la habitación de su hija. Recobró el aliento, limpió con una fregona aquel estropicio y se puso el bañador. “Fue sólo un arrebato, ya estoy bien”, se decía a sí mismo.

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