La Carrera parte 3

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La diosa Meda enseño la actitud del cuchillo... cortar lo que es incorrecto y decir:

«Ahora ya está correcto porque acaba aquí.»

De «Frases escogidas de SalahuddinTriton», por la Sacerdotisa Leah.

Tiene que salir de aquí, al menos durante unas horas. Meda mete las manos en el armario y rebusca hasta dar con la ropa de invierno aislada que Fidencio le hizo para que se divirtiese durante sus incurciones en Juda: un niqab negro que le oculta el rostro de los guardias, botas impermeables, el manto chador de su madre que le cubre de pies a cabeza y guantes térmicos. Baja las escaleras de puntillas, llena de comida su bolsa de caza y sale a hurtadillas de la casa. Recorre con precaución los callejones y las calles laterales, las cuales están por primera vez en el año libres de vacas sagrada, y llega al punto débil del campo de fuerza. Como muchos trabajadores van por aquí a las minas, la nieve está cubierta de huellas y las de Meda no destacarán. A pesar de todas sus actualizaciones de seguridad, Jirania Kashipú no le ha prestado mucha atención al campo de fuerza, quizá porque cree que el mal tiempo de esta noche que parece eterna y los animales salvajes de este planeta bastan para mantener a todo el mundo dentro. Aun así, una vez Meda cruza al otro lado, se acomoda el niqab para asegurar su rostro hasta que los árboles lo ocultan.

Ya casi son las siete cuando Meda saca la dardera y los dardos, y empieza a abrir un sendero entre la nieve caída y la oscuridad. Por algún motivo, Meda esta decidida a llegar al Monte Hermon. Quizá para despedirse del lugar, de su madre y de los unicos momentos felices que recuerda haber pasado junto a su abuela antes de morir (Esa si que era una mujer nacida para las camaras), porque sabe que seguramente no vuelva nunca.

Quizá sólo para poder respirar tranquila un momento. A una parte de Meda le da igual si la pillan, siempre que pueda ver el peñón una vez más.

El recorrido le lleva el doble de lo normal. La ropa de Fidencio mantiene bien el calor y la chica llega empapada de sudor bajo el chador, aunque tiene la cara entumecida por el frío. La oscuridad de la noche de invierno le entorpece la vista por lo que decide quitarse el niqab, y esta tan cansada y absorta en sus desesperados pensamientos que no se da cuenta de las señales: el fino hilo de humo que sale de una fogata, las huellas recientes y el olor a agujas de pino cociéndose. Debajo del enorme peñón de cuarenta metros de altura hay una cueva de unos quinientos metros cuadrados, casi del tamaño de una habitación de su casa.

Meda esta literalmente a un par de metros de la entrada rocosa cuando se detiene de golpe, y no es por el humo, el recién olor a sangre que llega hasta su nariz o las pisadas, sino por el inconfundible chasquido de un arma detrás de ella.

Meda se vuelve mientras coloca el dardo, aunque sabe que las probabilidades no juegan a su favor. Meda ve el uniforme de guardia de la luz, la barbilla puntiaguda, el iris castaño en el que clavara el dardo, pero el arma cae al suelo y el hombre desarmado le ofrece algo con su mano enguantada.

—¡Detente! —grita.

Meda vacila, incapaz de procesar este giro de los acontecimientos. Quizá tengan órdenes de capturarla con vida para torturarla y hacer que incrimine a todas las personas que conoce.

«Sí, pues mejor recenle a la diosa Fortuna», piensa.

Los dedos de la chica ya han decidido soltar el dardo cuando ve el objeto del guante: es una galleta, gris, empapada por los bordes. Sin embargo, tiene una imagen muy clara estampada en el centro.

Es su Gopi.

No tiene sentido. Su mariposa en un trozo de pan. No es como las elegantes representaciones que Meda vio en Babilonia, así que está claro que no se trata de una cuestión de moda. ¿Acaso es su nuevo símbolo religioso?

La carrera de la muerte 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora