Capítulo 8: Reminiscencias

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"El hombre vive en un mundo en el que cada ocurrencia está cargada con ecos y reminiscencias de lo que ha ocurrido antes. Cada acontecimiento es un recordatorio"

John Dewey

Ella caminaba entre las brumas que escondían recuerdos que le pertenecían... pero que al mismo tiempo no eran del todo suyos. Una espiral de humo, pesada y asfixiante, que daba forma a recuerdos recientes y lejanos que en su día a día se perdían en los laberintos de su consciencia. Desde niña podía saltar entre memorias suyas, en este tiempo y en otros, pero jamás había quedado atrapada en ellas. No hasta ese momento.

Las espirales se extendían, formaban momentos, rostros, expresiones, lugares... pero a una velocidad tan presurosa que, si estuviera en su cuerpo físico, Mikoto cedería a su impulso, se acurrucaría en un rincón y taparía sus ojos para contener el terror que llenaba su conciencia... sí, una conciencia, eso era ella en ese momento... danzando entre una y otras vidas, sufriendo sus muertes una y otra vez. Soportando dolores indecibles, sobrellevando angustias amplificadas, padeciendo sufrimientos crueles que hubiera querido olvidar.

Luego estaba aquél recuerdo, suyo, pero a la vez no suyo, que lograba colarse en sus memorias y traía un poco de paz a su torturada mente. Las brumas se esparcían, solidificándose en las paredes shoji que formaban un amplio salón con candelabros dispuestos a los alrededores. El sonido de una cascada llegaba hasta el salón, el silbido de pajarillos y el batir de las hojas al son de la brisa de la montaña.

La escena que se desarrollaba ante ella era extraña, pero al mismo tiempo familiar y muy suya. Un grupo de doncellas arrodilladas al costado de un salón iluminado con velas de cera y antorchas de aceite; vestían kimonos blancos con rojo, el tamaño de sus mangas delataba la posición de cada una en el grupo. En el fondo, ante una mesa bajita de madera, aguardaban dos ancianas y un anciano, con los ojos fijos en la entrada del salón.

Pasaban los segundos, el único sonido que interrumpía el pesado silencio era el chisporroteo de la cera derritiéndose y de las partículas de aceite danzando en el cuenco. Entonces, transcurridos algunos minutos que nadie parecía calcular, el panel de shoji se movió y por ella ingresó una mujer de innegable belleza. Aunque el salón ya se encontraba en silencio, de repente parecía haber caído sobre todos una mano helada que robaba el aliento.

La joven mujer caminó a pasos cortos por el pasillo, su cabello largo hondeando a su espalda como una cascada de fuego que brillaba a la luz de las velas, su piel nívea creaba un contraste exótico con el rojo de su melena y con la frialdad de su mirada. Su rostro poseía rasgos bellos, pero se veía ensombrecida por aquella expresión de desconsuelo que intentaba reprimir.

La mujer llegó hasta el concejo de ancianos, inclinó su cabeza demostrando el respeto que guardaba hacia los mayores y se arrodilló sin levantar aún la mirada. Todos en aquella sala conocían su nombre, también su posición social en aquellas tierras, pero su situación era tan desesperada que poco importaban las formas sociales y el protocolo real; ella necesitaba ayuda y posiblemente estaba en manos del santuario brindársela o, como en las situaciones anteriores, negarla.

—Sacerdotisa Uzumaki —habló la más anciana de las mujeres. Su cabello recogido en un moño mostraba mucho más gris que negro—. Hemos decidido escucharla, pero no es posible asegurar que podamos hacer algo para remediar esta situación que nos afecta a todos.

—Son mi única esperanza —habló la joven, su voz melodiosa, aunque temblorosa—. He agotado mis recursos, nadie más ha querido mover un dedo para ayudar.

La anciana intercambió una breve mirada con los otros dos integrantes del concejo y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Te escuchamos.

En otro mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora