Un nuevo comienzo

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Al día siguiente despertó con el sabor agridulce del descontento. No podía apartar de su mente las imágenes de la noche anterior. La música retumbaba entre sus sienes, y las imágenes de dictadores enanos y perversos enfangaban tanto su interior que incluso tuvo en su boca, por unos instantes, el sabor ferroso del lodo amargo: todo esfuerzo por reconducir su pensamiento resultó baldío. Apretaba los ojos, fruncía el ceño y aún así, Adolfo y Paco se empeñaban en acompañarle. How bizarre.

Abandonó la habitación para volver al instante, pues había olvidado unos documentos que debía entregar a su entrenador una vez se personara ante él. Al adentrarse de nuevo en ella, pudo percatarse del hedor a alcohol —profundo y espeso— que emanaba del interior de Ben y que lo impregnaba todo. Parecía encontrarse en la bodega pestilente y turbia de un barco tripulado por piratas sudorosos, sucios y toscos, más que en la habitación de dos jóvenes futbolistas de élite. Una vez se hizo con los escritos, abandonó la estancia de un portazo que consiguió frenar en el último momento, como si intentara ahogar la intensidad de un grito interior que le quemaba por dentro. 

Ya en el pasillo, como agitado por su propio raciocinio, pudo vislumbrar de nuevo esperanza. Por fin empezaría a entrenar, a jugar, a llevar la vida rutinaria y ordenada que le aportaría —lo sabía por experiencia—  la seguridad y tranquilidad que necesitaba para su vida en ese momento.

Su anticipación habitual a los hechos, y un sentido desmesurado del deber y de la puntualidad hicieron que saliera de Kensington Hall demasiado pronto. Pensó que estaría bien hacerle una visita a Eric.

Llegó a Café Olé a las diez de la mañana. Tenía un buen margen de tiempo por delante para ponerse al día con Eric y ahogar sus penas con un buen café. 

¡Ey, man! ¡Nice to see you! —se alegró enormemente de su visita.

—Hola, tío.

Se estrecharon la mano para darse un abrazo después.

—¿A qué se debe tu visita? ¿Te pongo algo?

—Un café con leche.

—¿Nada más?

—Sí, nada más.

Eric se percató de que algo no iba bien. No conocía a Pablo desde hacía mucho, pero conectaron de inmediato. Por lo poco que sabía de su nuevo amigo y por lo mucho que había aprendido detrás de la barra, sabía que quedarse obnubilado mirando las vueltas que da la cucharilla al perímetro de la taza no era buena señal.

—¿Va todo bien? —preguntó retóricamente. No tenía duda de que la respuesta era no.

—No sé, tío. No me encuentro del todo bien. No sé si venir fue la mejor decisión. Me gustaba mi vida en Madrid. 

Típico, pensó Eric.

—Es normal, ¿sabes? Lo que sientes es desarraigo. Te llevará tiempo, no mucho, para sentirte plenamente adaptado. Te lo digo por experiencia.

—Sí,  eso ya lo sé. Pero es que..., no sé. Ayer estuve en una fiesta en una hermandad, la de mi compañero de habitación, y me puso los pelos de punta. No me gustó nada el ambiente, lo vi muy oscuro, muy turbio. Me sentí completamente fuera de lugar.

—Ay, las hermandades... —Eric le escuchaba con atención mientras secaba platos y ponía las cosas en su lugar. Por unos instantes, puso sus ojos en blanco.

—¿Has estado en alguna?

—Ay, sí —se atusó el pelo y se quedó pensativo—. Sí que las conozco. No sé qué viste, pero son así de raras. No son bares, no son clubes, lo que pasa allí es..., muy diferente. 

Lo que gané en Filadelfia (Libro II Trilogía The Team).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora