CAPITULO 61:

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* Coger el tirito:  Tener el vicio - tener por costumbre

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Se le olvidó la hora. Sí era pecaminoso o no. Si podría llegar el padre Luis en cualquier momento a separarlos, o el mismísimo Dios a condenarlos en el infierno. Solo dejó que el tiempo corriera, recostada contra el pecho de Abel, sus brazos rodeándola y una de sus manos acariciando sus cabellos. Con suma delicadeza enrollaba uno de sus dedos en sus rizos y luego los volvía a soltar. Ella se relajó.

Necesitaba tanto ese momento de paz que por una vez se permitió sentir y amar. Escuchar el latido del corazón de Abel de una forma tan serena que fue para ella un bálsamo que nunca antes había experimentado; servía más que cualquier otra terapia que se hubiera metido a lo largo de los años. No dijeron nada, solo gozando de la compañía el uno del otro, y eso para Paulina estuvo bien.

Si a él le entrarían los remordimientos más tarde o al día siguiente... bueno, ya asumiría ese batacazo con valentía. Pero mientras tanto se permitiría dejarse querer y devolver ese amor en igual medida.

En la distancia ladró un perro, y él se acomodó de otra manera en el mueble con ella en brazos, despertándola de un ligero sopor en que estaba.

—¿Te estoy incomodando? ¿O peso mucho?—inclinó la cabeza hacia arriba para mirarlo.

—No, mi amor. Así estoy bien. ¿Tú estás cómoda?

Ella sonrió, ya calmada la tempestad de esa conversación que habían tenido un momento atrás, y se recostó más en él, cerrando los ojos.

—Mucho.

Era increíble la manera en que él podía tranquilizarla. Quitarle todos sus miedos con solo un abrazo. Aquietar su alma haciéndola parecer una pequeña hojita que se deja llevar por la corriente en un lago. Confiada. Feliz. Nunca antes se había sentido a salvo cerca de un hombre, y menos si ese hombre era Jesús. Pero con Abel... él era como una fortaleza impenetrable. Su escudo. A ojos cerrados se quedaría toda una noche o días enteros, sola con él y sin temor a que le hiciera daño. Él no era ese tipo de hombres.

—Yo debería pedirte perdón en nombre de Emilia—susurró, mientras el pulgar de él acariciaba su hombro.

—¿Por qué? ¿Qué hizo la chiquilla como para que te disculpes?

Sus mejillas se tiñeron de carmesí.

—¿Te parece poco que te llamara papá?—él comenzó a reír—es muy inteligente y avispada. Pero a veces simplemente es imprudentica. Ya le dije que no volviera a llamarte así.

—No hay nada que disculpar y menos nada de malo en que me llame así. Yo diría que muy normal.

—No lo es. Tú no eres su papá, Abel. Eres un sacerdote, no su padre. Te quiere, pero no debe llamarte así—él la tomó de las mejillas obligándola a verlo.

—Padre no es solo el que engendra, Pao. Estamos hablando de una pequeña de seis años que siente que no ha tenido una figura paterna. Que necesita ese amor y consejo. Y si conviviendo diariamente los dos aquí yo le puedo servir de sustituto no pasa nada de malo.

—No la quiero ilusionar. Y a Jero mucho menos. Como tú dices han sufrido la ausencia de esa figura paterna y no me parece que sea bueno hacerles creer que tienen un papá cuando no es así—suspiró cuando sintió un beso en la frente—ya bastante ilusionada me pongo yo a veces solo porque seas bueno conmigo, para darles algo a ellos y más adelante arrebatárselos sin más.

Él no contestó, por lo que Pao continuó su discurso.

—Sé que la quieres. O lo veo al menos, y no sabes cómo quisiera que tú de verdad fueras su papá—lo sujetó de la mejilla—pero hay que ser realistas, Abel. Y tú no eres su padre, por más que se desee. Tampoco es justo contigo, si te llamarán de esa forma frente a otras personas.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora