CAPITULO 69:

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* Pereque: Problema - queja, reclamo / Atisbar: Mirar - fisgonear

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Una vez hace muchos años, cuando era todavía un niño, su madre le había enseñado algo muy valioso y que sin falta siempre ponía en práctica. Había sido cuando venían de un paseo por el campo, William corriendo con los perros, y el encima de los hombros de su padre, como si avanzara a caballo por los prados. Su madre, Luz Aleida, siempre amorosa tanto con su padre como con él y su hermano, había tomado una de sus manitos dándole un beso.

—Hay algo que quiero que tengas siempre presente, mi niño—su cabecita apoyada en la de su padre, mientras la miraba con atención.

Porque en esa edad aunque él no fuese consciente de ello sino cuando ya se había ordenado cura, era una esponjita que todo lo absorbía y lo tomaba para crecer. Las palabras de su madre le servirían desde aquel entonces para cada obstáculo de la vida.

—No importa lo que te pase en este mundo, siempre mantén la cabeza en alto con dignidad. Los problemas llegarán y revolcarán tu vida, pero nadie tendrá derecho a hacerte menos por eso, ni saber las batallas que escondes. Que no te vean débil y en el suelo. Eres un hijo de Dios, y un Cardona Escobar. Demuestra de qué estás hecho.

Su padre había asentido de acuerdo con su mamá y después le había recalcado lo importante que era para ellos. Lo importante que eran los dos y lo mucho que ambos lo querían.

Desde entonces eso fue lo que Abel hizo, nunca mostrándose débil ante nadie. Sólo Dios conociendo su debilidad porque lo necesitaba a Él. Porque solo, era un simple hombre lleno de pecados. Pero llevado de su mano como un niño, era capaz con todo. Durante años se mantuvo siempre fuerte frente a los demás, serio y sereno como ahora mientras predicaba la Eucaristía y hacía a los feligreses de Don Matías, partícipes del hermoso regalo del nacimiento del Salvador.

No les dejó ver que detrás de esa máscara y coraza de sacerdote sabio, taciturno y entregado a la comunidad, se escondía un hombre que luchaba contra el pecado, contra el deseo que lo estaba consumiendo, porque había pasado lo que nunca se esperó cuando se ordenó años atrás. Se había enamorado. Se había enamorado con ansia viva de Paulina. De esa mujer luchadora y echada pa' lante que había sorteado tantas dificultades sola, y seguía allí con una sonrisa a donde fuera. De la niña necesitada de afecto y a la vez curiosa que reflejaba siempre. Pero también de la joven dulce, llena de sueños, y sensual en que se había convertido. Estaba enamorado de su belleza, ternura, inteligencia y nobleza. Pero también de lo apasionada que podía volverse con tan solo un beso y una caricia. Estaba enfermo de amor por ella hasta los calzones, y no creía que por más distancia que tomara y fuese el mejor sacerdote con vocación intachable, ese amor y deseo fuese a desaparecer.

Solamente llevó la ceremonia como sabía que les gustaría: con fe y devoción. Explicó lo maravilloso que era contar con un Rey que se había hecho Niño en un portal de Belén para entendernos y saber cómo amarnos; luego, no siendo suficiente, se había colgado de un madero redimiéndonos de todo pecado. De la trampa del cazador. Y por primera vez no miró a Paulina allí sentada en la primera banca, que cuidaba de sus pequeños. Tendrían toda la noche para hablar, si ella se lo permitía. Y mejor que las miradas de los feligreses y comentarios, no se ensañaran en ella.

Preparó todo para la hora de la consagración, y cuando fue el momento en que nacería Jesús, estuvo atento como los demás, a la representación del nacimiento, pensado por Luis y él, y llevado a cabo por las monjas del convento y los niños que habían hecho su primera comunión. Escuchó con atención el relato de la novena; y como los demás fieles en la Eucaristía, se rió de forma disimulada por la inocencia y locuras de Emilia cuando haciendo de la Virgen María dejó caer el bebé de juguete y comentó con un grito «¡Mami, maté al niño Dios!». Porque si de verdad como Pao le había dicho él había elegido ya su camino, esos detalles de ser sacerdote: ver la fe de las personas, la Misericordia de Dios, y el privilegio de seguir a Cristo, eran el mejor regalo y por lo que valía la pena morir.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora