CAPITULO 72:

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¡No!

Rotunda y furiosamente se negaba a su argumento.

—Eso no es cierto y lo sabes, Abel.

Sus ojos la miraron arrasados en lágrimas.

—Lo es. Con mi decisión de ser sacerdote la maté a ella en ese accidente. Porque no fui consecuente con lo que había optado antes. Igual que contigo ahora, porque mientras tu esperas que te corresponda ese amor, yo te hago sufrir alejándome y no brindándote lo que me pides.

El pecho le dolió porque una partecita de él tenía razón. Pero siguió negándose a sus argumentos y maneras de pensar.

—Rocío tuvo voluntad e independencia de decisión como la tengo yo. Es cierto que le habías prometido que se casarían al volver del retiro, pero Dios puso un nuevo deseo en tu corazón y ella ahí no tenía voz y voto. Decidía cómo se tomaba la noticia, y sí. Impulsada por el dolor y tristeza cometió la imprudencia de salir a la calle sin fijarse por dónde iba. Erró, pero no por tu culpa—él no dijo nada—igual que yo—se sentó en la cama, con la sábana resbalando por su cuerpo, dejándolo desnudo—¿acaso me has obligado a algo en todo este tiempo? No. Fui yo sola quien decidió lo que quería sentir contigo y hasta dónde podíamos llegar.

—Pero como tu decías la otra vez, no nos frené cuando apareció el cariño y el deseo. No te alejé ni me alejé cuando surgió el amor.

Afirmó.

Lo había dicho, en efecto. Pero si algo había aprendido en esa Eucaristía del nacimiento de Jesús, era que no toda la culpa recaía sobre él. Si tenían que condenar a alguien por sucumbir a ese amor prohibido, que fuera a los dos, porque no se habían resistido al aguijón del deseo. Ella era tan culpable como él, de caer.

Tomó sus mejillas para que la viera.

—No me alejaste—susurró—ni aunque lo hubieras intentado o me lo hubieras dicho, habría podido hacerlo. Habría podido alejarme de ti—le dio un beso—ni con todas las palabras del mundo me habría resistido a ti—él la atrajo a sus brazos, haciendo que su muslo izquierdo le rodeara la cadera—nada está menos bajo nuestro control que el corazón; sin poder para dominarlo...

—Nos vemos obligados a obedecerlo—completó el, citando juntos el libro de las cartas de Abelardo y Eloísa.

—Tu. No. La mataste. A ella—recalcó cada palabra con fuerza—no manejabas el camión. No la empujaste a ponerse en medio. No... la obligaste a que se le tirara—él cerró los ojos—solo tomaste una decisión guiada por Dios. Una decisión que te iba a hacer feliz. Fue ella quien no lo toleró ni aceptó.

—Ojalá ella pudiera perdonarme...—sollozó.

—Ya lo ha hecho. Estoy segura que en ese instante en que te vio antes de morir ya te había perdonado. Ahora suelta ese dolor, amor—lo abrazó—ora por ella, extráñala porque fue parte importante de tu vida. Hazle el duelo si no lo has hecho, pero no sufras más.

Sus hombros se sacudieron por el llanto, y ella terminó de acomodarse en sus piernas, abrazándolo contra su pecho.

—Yo estoy aquí contigo. Dios también.

—Dios me ha dado el mejor regalo al enviarte a ti junto a mí. No sabía que tan perdido estaba en la oscuridad, y tan solo; hasta que tú llegaste aquella tarde a mi puerta y revolucionaste toda mi vida.

—Espero que para bien—le llenó de besos la mejilla.

Una voz a sus espaldas los hizo tensarse.

—A mí también me gustaría saber eso—Paulina dio un gritito al ver que los habían descubierto—y me gustaría saber qué tan solo puede sentirse un hombre que es sacerdote, para dañar su ministerio de esta manera.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora