La puerta firmemente cerrada, el silencio asfixiante tanto dentro como fuera de la habitación, que hasta podía sentir sus propios latidos en los oídos, y la respiración entrando y saliendo de sus pulmones. Todo eso lo torturó, más que si su compañero de vocación le hubiese gritado, insultado o amenazado con acusarlo a monseñor. Porque le recordaba lo viva que estaba esa habitación hace un rato con la presencia de Paulina, y ahora lo vacía y abrumadora tras haberla hecho marchar.
Luego de que Luis la mandara a retirarse, su amigo le había hecho una única pregunta respecto al uso del preservativo en la relación. Para después darle la espalda y pedirle que se vistiera de inmediato. Desde entonces y aunque él ya estaba vestido y sentado en la cama, el padre no se giraba ni pronunciaba palabra. Y Abel ya estaba incómodo, rayando en el desquicio.
—Si vas a gritarme, adelante, hazlo. No pienso molestarme siendo yo tu superior directo.
Su amigo siguió inmóvil, contemplando el crucifijo del pequeño oratorio.
—¿Cuántas veces lo han hecho?—fue lo único que murmuró.
—¿Perdón?
Luis lo observó por encima del hombro.
—Cuántas veces has mantenido relaciones con Paulina. Y no hablo solo de las que incluyen penetración.
Suspiró, abrumado.
—Bastantes como para contarlas con más de un dedo. Pero no las suficientes para sobrepasar una mano.
El vicario solo afirmó en silencio y siguió mirando al crucificado. Y eso le agotó la paciencia, no queriendo escuchar los engranajes de su cabeza trabajando, haciéndolo sentir culpable no solo con Dios que nunca le había dado la espalda sino también con Paulina, por haber dicho que lo que habían compartido fue un error, cuando no era así. Cobarde si era la palabra que lo describía a la perfección porque no la había defendido cuando Luis había llegado, ni había intentado justificar lo que les pasaba. Solo trató de zafarse y lavarse las manos del pecado. Él no era mejor que Poncio Pilatos al condenar a Jesús.
Se pasó las manos por la cabeza.
—¡Maldita sea, Luis! Dime algo. Grítame o acúsame por el pecado que cometí. ¡¡Pero di algo, hermano!!
Ahí sí se dio la vuelta.
—¿Serviría de algo, Abel? ¿Serviría de algo que te reprenda como amigo y como tu superior que fui en el seminario, cuando ya de por si tu solito te estás echando sal y vinagre en las heridas? Eres mayorcito y sabes tú relación con Dios. No soy yo quien debe recordarte el pecado tan grande que acabas de cometer.
Apoyó los codos en las rodillas, y su amigo hizo a un lado las sábanas, no sin cierta incomodidad y se sentó junto a él.
—Acepto que somos débiles y que el ser sacerdotes no nos lo quita. Que también podemos sufrir el aguijón del amor y deseo, porque somos humanos y sentimos. Y está bien. Si de verdad estás arrepentido ante el Señor y le pides perdón de corazón en la confesión; él, tanto como yo te vamos a perdonar. Lo que si no te acepto es que hayas jugado con ella de esa manera.
Lo miró molesto.
—¡No jugué con ella! Los dos estuvimos de acuerdo en esto. Ella me lo dijo. Quiso esto tanto como yo—su amigo le sonrió con tristeza.
—¿Y qué pensabas que te respondería con lo enamorada que está? Le ofreces todo lo que su corazón desea, por lógica no iba a razonar ni a decirte que no—las lágrimas le ardieron en los ojos—Paulina te ama como una loca. Yo lo sé, el pueblo entero lo sabe y calla. No seas tan iluso y oses decirme que tu no. Cuando se está enamorado de alguien la mente no razona, el corazón toma el control. Y tú se lo estrujaste de la peor manera.
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ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)
RomansaNoche. Oscura y silenciosa noche. Sin saber si con el favor de ese Dios que ella no conoce, o guiada por el diablo... Paulina se ha valido de ella para huir de su casita de campo en Belmira, Antioquia con sus dos pequeños de seis y diez años, lejos...