Capítulo 36.

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SARAH. Hace 5 años.

Salimos a la calle, y di un respingo cuando el viento helado azotó mis mejillas, ruborizándolas al instante. Me crucé de brazos y apreté con más fuerza mi cutre abrigo de la beneficencia. Tenía que acordarme de pedir al conserje que me remendara los agujeros cuanto antes.

Alcé los ojos cuando un trueno retumbó en el cielo, acompañado de unas nubes bastante densas. Guay. Estaba claro que iba a ponerse a llover dentro de poco.

Tía Maddie me sonrió alegre. Teniendo en cuenta que estábamos en camino de visitar a su hermana encerrada en el psiquiátrico Cervantes, su sonrisa se tornaba algo siniestro.

Y sí, tal cual: el nombre del loquero era el de un escritor que se había hecho famoso gracias a su personaje Don Quijote: un vejestorio al que se le iba la olla. Alguien debía tener un sentido del humor bastante particular.

-¿Quieres un café para calentarte? Nos viene de paso.

Pasamos por un Starbucks donde yo me pedí un chocolate caliente y ella algo más. No me enteré del qué; estaba demasiado distraída pensando en lo extraño de la situación.

La tía Maddie me había sacado del reformatorio para visitar a su hermana, Anette. Lo cierto es que nadie tenía ni idea de lo que le había pasado: los que vivíamos allí solo sabíamos que habían sido dos mujeres quienes habían fundado el reformatorio Saint Louis, pero la única que seguía rondando por allí era la tía Maddie. Supusimos que la otra disfrutaba de su jubilación o estaba bajo tierra.

Nadie pensó que estaría en un psiquiátrico.

Aunque claro, ahora que lo pensaba no era tan raro. Es decir. Nadie en sus cabales abriría un reformatorio por propia voluntad. Era el típico trabajo reservado para los desesperados en paro.

Una hermana trabajando de psicóloga y la otra en el psiquiátrico. Irónico. Uno creería que sería para ahorrar dinero. Ahora entendía todo el odio que tenía la tía Maddie hacia los loqueros.

La miré de reojo cuando pasamos por la puerta principal y nos dirigimos a recepción. Sólo habían pasado unos cuantos minutos desde que habíamos hablado de los ángeles que veía. Desde que ella había demostrado saber mucho más de lo que parecía. Se había negado a explicarme más hasta que visitáramos a su hermana.

Me temía lo peor. Parecía el típico comienzo de una película de terror. Sólo faltaba que se sacara la ouija del bolso.

Por las sonrisas que se dedicaban la mujer del mostrador y ella, era evidente que su presencia era familiar por allí.

-Esperad aquí para que avise al guardia- dijo levantándose de la silla.

¿Cómo que el guardia?

La tía Maddie mantuvo su sonrisa educada hasta que desapareció por la esquina.

-Estúpida funcionaria de pacotilla- masculló subiéndose las gafas y resoplando.

Solté una risita.

Seguimos al guardia, un hombre negro y gigante, por diversos pasillos. Lo cierto es que aquel sitio parecía bastante normal. No habían gritos, ni salpicaduras de sangre en las paredes, ni sollozos ahogados tras la pared. Tal vez lo único extraño era el enorme silencio que reinaba por allí, tan intenso que parecía antinatural. Pasamos por una multitud de puertas (todas iguales y numeradas), hasta detenernos frente a una.

1313. ¿En serio?

-Recuerde, señora Etherdeath, que el horario de visita se acaba dentro de media hora.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora