CAPITULO 83:

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Agotado cómo se sentía, poder meter la cabeza bajo el agua caliente fue una maravilla. Puso los hombros bajo el chorro de agua para bajar la tensión, y respiró hondo dentro de ese vapor revitalizante.

Las cosas no iban cómo se las imaginó, pero al menos era un comienzo. Una parte de él pensaba que Paulina lo perdonaría de inmediato, por lo mucho que lo debía haber extrañado como le pasaba a él. Pero era lógico también que se mostrara reticente, si la había herido en su amor. Que lo perdonara y confiara de nuevo no sería fácil. Incluso era incierto si lo aceptaría y la propuesta con la que había venido. Ya había cumplido con lo más importante para su seguridad que era avisarla. Pero no con lo más importante para él. Eso tendría que esperar junto con el anillo que tenía en su maleta, bien escondido. Su hermano se lo había entregado antes de partir a Medellín, como herencia de su madre al morir; y si las cosas iban bien, le pediría a Paulina que fuese su esposa con él.

Salió de la ducha y se vistió con una sudadera y camiseta, sintiéndose extraño de ya no usar sotanas ni camisa negra con el cleriman. Seguía siendo el mismo hombre que iba tras las huellas del Maestro y lo amaba; con la diferencia de que ya no le servía de la misma manera. 

No desde esa mañana.

FLASHBACK:

—¿Padre Abel?—levantó la vista del libro devocional, que era el regalo que Paulina le había dado por navidad.

Uno que él siempre había querido y que posiblemente Luis le había soplado para dárselo.

Frente a él en la puerta, estaba uno de sus amigos del seminario y servidor de monseñor. El padre José Monsalve.

—Padre José—se puso de pie y le estrechó la mano cuando su colega se acercó.

—Puedes pasar. Monseñor te está esperando para atenderte.

Miró a la puerta abierta con aprehensión y afirmó con la cabeza.

—No está de buen humor, así que espero que lo que vayas a decirle sea muy urgente.

Sonrió, satisfecho consigo mismo.

—Créeme, hermano. Es urgente e importante. No sé si le guste, pero le quitaré varios problemas de encima.

Su amigo le mostró el camino.

—Entonces no le hagas esperar.

Luego de darle las gracias se encaminó a la oficina donde supuestamente lo esperaba su superior, dispuesto a pedirle la licencia. Le quitaría muchos problemas de encima a su Eminencia, pero sabía que también le daría otros más. Como el buscar un reemplazo para la parroquia de Don Matías, llevar a cabo los papeleos que se mandarían al Vaticano para expedir su permiso de dimitir, y además de ello perder a un pastor del rebaño. Era un paso duro de dar, pero él no sentía miedo. No cuando estaba tan seguro de que lo que llevaría a cabo sería lo mejor para todos.

Lo encontró sentado en el escritorio con los lentes puestos y apuntando algo en un folio. Detrás de él, un cuadro de la Dolorosa, y varios estantes con libros y carpetas. A los lados, grandes ventanales con vistas a los prados de Santa Rosa de Osos y al pueblo. Un lugar apacible aunque no la compañía para disfrutar de ella.

—Buenos días, Abel.

Él se acercó hasta la mesa con paso resuelto.

—Eminencia, buenos días. Gracias por recibirme con tan poca antelación.

Lo miró por encima de los lentes.

—Siempre atiendo con presteza a mis colaboradores cuando se me informa que el asunto es de suma urgencia—retrajo la punta del bolígrafo—aunque precisamente hoy no tenga mucho tiempo. Quizás ha estado informado de que esta tarde tengo una ordenación sacerdotal que presidir.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora