Ha pasado un largo tiempo desde la última vez que te vi, y debo admitir que no fue una experiencia que disfruté. Verte con otra persona sentada en tu regazo, con tu brazo protectoramente alrededor de su cintura, fue un golpe que creí no poder soportar. En ese instante, sentí que el mundo se desplomaba a mi alrededor, y la tentación de llamarte, de decirte que me habías roto nuevamente, era abrumadora.
Sumergida en mi propio dolor, no pensaba en las consecuencias, sólo en la angustia que me invadía. Era como si todo lo que habíamos compartido se desmoronara ante mis ojos, reduciéndose a cenizas. La tristeza me envolvía, y la desesperanza susurraba que nunca podría superarte.
Esa noche, me encontré en el fondo de una botella, buscando consuelo en el licor. Cada sorbo parecía ofrecerme un breve alivio, un respiro de la opresión en mi pecho. El alcohol, cálido y embriagador, me dio el valor que mi sobriedad no podía proporcionar. Fue entre esos tragos que encontré la determinación de borrarte de mi vida.
Con cada vaso, sentía cómo se desvanecían las cadenas que me ataban a ti. La neblina del alcohol me permitió hacer lo que nunca antes había tenido el coraje de hacer. Borré mensajes, eliminé fotos, deseché recuerdos físicos que había guardado con tanto esmero. Era una purga necesaria, un ritual doloroso pero liberador.
Ese momento de dolor se transformó en el catalizador de mi liberación. Comprendí que aferrarme a lo que una vez fue solo perpetuaba mi sufrimiento. Decidí entonces que era hora de soltar, de dejar ir los recuerdos que me mantenían prisionera del pasado.
Recordé todas las veces que había postergado mis propios sueños y deseos por miedo a perderte. Recordé cómo, en mi intento de mantener viva una relación que ya había expirado, había perdido partes de mí misma. Fue en ese momento, viendo la imagen de ti con otra, que entendí que debía recuperar mi vida.