Capítulo 02: Sus llegadas

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El rumor de la llegada de varios sacerdotes se esparce como el viento entre los aldeanos. En cada rincón del pequeño pueblo de Baviera, las miradas ansiosas y las manos trabajadoras se apuran en preparar una bienvenida digna para el día de hoy. La esperanza se entrelaza con el miedo en el aire, pues la presencia de estos hombres de fe podría ser nuestra salvación o nuestra perdición. Las mujeres se afanan en barrer las calles de piedra y adornar las ventanas con flores frescas, mientras los hombres, de rostro severo pero esperanzado, discuten con el alcalde sobre cómo presentar las necesidades más urgentes a los recién llegados.

El contacto con la iglesia ha sido constante y desesperado. Las cartas, impregnadas de miedo y súplica, detallan los supuestos actos de brujería que asolan el pueblo. Cada palabra escrita refleja el desasosiego de quienes viven en la sombra de la duda, clamando por la intervención divina en un momento tan oscuro. Los aldeanos hablan de niños enfermos, cosechas arruinadas y animales muertos debido a los brujos del pueblo. La iglesia, atenta a estos clamores, ha decidido enviar a tres padres, conocidos por su devoción y capacidad para enfrentar el mal.

El sol apenas asoma cuando el carro de los sacerdotes aparece en el horizonte, tirado por un par de caballos robustos. Los aldeanos, vestidos con sencillas prendas de lino y lana, se agrupan en la plaza central. Pocos hombres llevan chalecos de cuero y pantalones de tela gruesa, mientras las mujeres visten largos vestidos de tonos oscuros, algunas con delantales y pañuelos en la cabeza. Todos llevan en sus miradas la mezcla de miedo y esperanza.

Y yo, me encuentro entre la multitud. Mi cabello negro cae en ondas sueltas sobre mis hombros, y mis ojos del mismo tono recorren con curiosidad y una chispa de escepticismo las figuras que descienden del carro.

El primero en bajar es un sacerdote alto y con una presencia imponente, su cabello castaño oscuro contrasta con su piel pálida, y sus ojos, de un marrón profundo, recorren a la multitud con una mezcla de seriedad y determinación. Su sotana, impecablemente planchada, sugiere un compromiso con su misión, y aunque su expresión no es del todo fría, carece de la calidez que algunos anhelan en tiempos como estos.

A su lado aparece otro sacerdote, un poco más bajo y robusto. Su cabello rubio y ojos verdes destacan en su rostro de facciones suaves, aunque severas. Su semblante denota a alguien que ha cargado con el peso de decisiones difíciles en su vida. Aunque su rostro muestra menos dureza que el del primero.

Finalmente, el tercer sacerdote desciende del carro. Es el más joven de los tres y su presencia irradia una calidez casi palpable. Su cabello de un tono miel brilla a la luz del sol, y sus ojos, de un azul tan claro como el cielo de invierno, parecen transmitir una bondad innata que invita a la confianza. Su sonrisa es fácil y sincera, y hay algo en su manera de moverse que sugiere una mezcla de confianza y humildad e igual que los otros dos se encuentra vestido con una sotana negra y un crucifijo colgando de su cuello.

El alcalde, un hombre de avanzada edad con una barba espesa y blanca, se adelanta para darles la bienvenida.

—Bienvenidos a nuestro pueblo —dice, inclinando la cabeza con respeto—. Yo soy el alcalde en este lugar. Gracias por venir a ayudarnos en estos tiempos tan difíciles padres.

El sacerdote alto da un paso al frente, su voz firme resonando con autoridad.

—Soy el padre Matthew. Estamos aquí para servir y para traer paz a este pueblo.

El sacerdote robusto sigue su ejemplo, inclinando ligeramente la cabeza.

—Yo soy el padre Nicholas. Esperamos poder ayudar a resolver los problemas que los aquejan. La fe nos guiará.

Y el sacerdote joven sonríe con amabilidad, da un paso adelante y asiente.

—Y yo soy el padre Edmund. El honor es nuestro alcalde. Espero poder traer paz y esperanza a sus corazones junto con mis hermanos.

La virtud de AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora