1: Por un capricho

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Sukuna no lo mató. Ni siquiera lo humilló. Lo dejó tirado en las piedras del riachuelo y le dio la espalda, como si su presencia no significara nada. Cuatro malditos ojos y no lo miraba con ninguno.

Las piedras del arroyo se le enterraban en la cara y en las costillas como puños deformes y helados. Tenía que levantarse, levantar al menos el torso. La maldita cabeza. Un puño. Algo...

No pudo.

Estaba molido. Aunque su pelea con Sukuna había sido breve, lo había dejado exhausto. Derrotado. En lugar de huesos sentía vidrios rotos dentro del cuerpo.

Lo único que pudo alzar fue la voz.

—Vuelve —pronunció Yuji—. No... hemos...

"No hemos terminado aún", iba a decir. Le sangraban las encías o la lengua. O la mejilla, que se le había abierto por dentro ante un golpe de Sukuna. Sangraba por todas partes.

En el centro del arroyo corrían unos hilos de agua helada y cristalina. En la orilla, donde Yuji estaba tirado, las piedras se manchaban con el rojo cálido de sus venas.

—Debería haberte matado —lo desdeñó Sukuna, alejándose de él—, pero gracias a ti estoy de vuelta. Considéralo un agradecimiento. O un capricho.

El borde de su kimono blanco ondeó con su andar y luego se agitó por una ráfaga de viento. Pronto llegarían las nubes y la lluvia.

Yuji luchó por arrastrarse, ir tras él. Consiguió un palmo de avance, luego otro. Jamás lo alcanzaría, pero de todas formas se arrastró, porque estaba en su naturaleza intentarlo.

—Vu... vuelve —murmuró a través de la sangre y los dientes rotos.

"Vuelve, maldito seas."

Sukuna no miró atrás y pronto desapareció entre los árboles.

Quizá todo esto era culpa del profe Gojo.

Fue idea de su estrafalario sensei mantener en secreto el número de dedos que había ingerido, para que los altos mandos no supieran qué tan cerca estaba de la meta final. Cuando Yuji se marchó a Hokkaido en esa misión aparentemente inofensiva, ellos creían que estaba en posesión de catorce dedos. En realidad tenía dieciocho. Y la misión inofensiva lo confrontó con el espíritu maldito que tenía los dos restantes.

La palma de su mano se había abierto en una boca sonriente para tragarse los últimos dedos. Estos desaparecieron en un parpadeo, sin que él pudiera evitarlo. Luego sintió como si lo partieran en dos, que era exactamente lo que estaba pasando. Empezó por la ofensora mano derecha, la que se había tragado los últimos dedos. Su carne se enemistó consigo misma, sus huesos lucharon por partirse a lo largo, sus tendones tiraron en una y otra dirección. A lo mejor gritó. Quizá aulló de dolor y agonía, no lo recordaba bien. Lo que mejor recordaba era el quiebre, el desgarre total de su cuerpo mientras Sukuna se separaba de él.

Y Yuji trató de detenerlo. Por todos los cielos y los infiernos, de verdad trató. Conjuró todo su poder para contener al Rey de las Maldiciones y mandarlo al fondo de su mente, a ese limbo oscuro que siempre había bastado como prisión. Necesitaba mantenerlo allí, quieto y recluido, mientras contactaba al profe Gojo y decidían qué hacer...

Fracasó.

Ni siquiera podría decirse que Yuji dio buena pelea. Sukuna lo dominó sin esfuerzo y se separó de él, una réplica casi idéntica de su propio cuerpo. Sukuna le sonrió con una mueca. Luego lo derrotó y lo dejó tirado en el arroyo.

¿Dónde había quedado su fuerza?, se preguntó Yuji, mientras se arrastraba sobre las piedras. Todo mundo le decía que había crecido mucho en los últimos años; se referían a su cuerpo y a su habilidad como hechicero. ¿Dónde estaba esa fuerza?

Lo que era peor: siempre había sido fácil contener a Sukuna dentro de él. Fastidioso, claro, pero a fin de cuentas fácil. Sólo en contadas ocasiones tuvo dificultades. ¿Cómo era que hoy Sukuna se había librado de él sin siquiera esforzarse? Yuji había perdido el control por completo.

Lo había engañado... Tenía que ser así. Todas las veces que Sukuna luchó por tomar el control y falló, había estado reprimiéndose, ocultando su verdadera fuerza y dándole una falsa sensación de seguridad. Yuji no veía otra explicación. El Rey de las Maldiciones había jugado a largo plazo, haciéndole creer que él tenía el control y usándolo para que encontrara hasta el último de sus dedos.

Casi escuchó su voz:

"¿De verdad creíste que un mocoso como tú podría contenerme?"

Cayó la primera ráfaga de lluvia helada. Luego otra y otra, hasta que las cortinas de lluvia se convirtieron en aguacero.

Yuji avanzó dos o tres metros. Cada vez se sentía más débil. ¿Iba a morir? No era la peor pelea en la que había estado, sin embargo, separarse de Sukuna lo había sacudido de una manera que todavía no terminaba de comprender. No estaba simplemente cansado, no se trataba sólo de lo apaleado de su cuerpo. Era algo distinto, algo que le fracturaba y desgarraba el alma. No tenía idea de cómo era su alma, pero estaba seguro de que se encontraba llena de grietas en ese momento y alguien había metido aserrín empapado de sangre en cada fisura y hueco.

Se desvaneció. Se golpeó la frente en una roca y ésta le inauguró una nueva herida por la cual sangrar. La lluvia arreció, la ropa se le empapó y la corriente del arroyo empezó a subir. Yuji trató de arrastrarse. Su visión se nubló. Si volvía a caer, se ahogaría en el agua turbia.

Impulsándose en codos y rodillas, se arrastró hasta el otro lado del arroyo, hacia el sitio por el que había desaparecido Sukuna. Torció un poco hacia la derecha. No sabía cómo, pero sentía que Sukuna estaba exactamente en esa dirección.

Tenía que alcanzarlo. No podía fallar.

Después de lo ocurrido en Shibuya, Yuji se juró que no fracasaría. Sukuna había hecho un daño inmenso a la ciudad y a la gente. Nanami y Kugisaki habían acabado en condición crítica y tenían las cicatrices que lo atestiguaban. Al profe Gojo lo habían liberado de puro milagro, gracias a la oportuna aparición de Okkotsu. Y si lograron acabar con Kenjaku y Mahito también fue cosa de suerte y misericordia divina. Habían estado tan cerca de perderlo todo.

Yuji sentía que se encontraba de nuevo en Shibuya, que todo y todos estaban otra vez en riesgo. Y las cosas dependían solamente de él, no había nadie allí para ayudarle esta vez. Lo habían despachado solo porque, hasta donde creían, se trataba de una maldición de segunda categoría. Ningún hechicero sensible y sensato dudaría de su capacidad para hacerse cargo de ese trabajo. Por si fuera poco, su teléfono había salido volando y se quebró contra una roca. Es decir, no podía llamar a nadie y nadie vendría a rescatarlo.

Avanzó unos metros más allá del arroyo y colapsó. El hilo que lo mantenía con vida se estiró hasta hacerse imposiblemente delgado.

Hoy era veinte de marzo. Vaya regalo de cumpleaños.

***

Despertó unas horas después. Supo que era de noche porque detrás de las nubes no quedaba ningún resplandor, salvo el de los relámpagos.

Ryomen Sukuna, Rey de las Maldiciones, estaba inclinado sobre él. Tenía el kimono empapado y manchado de lodo, como si hubiera tenido que arrastrarse por el fango. Había perdido la bufanda. En su rostro se dibujaba una expresión furiosa.

—Maldito mocoso —gruñó Sukuna.

Eso hizo sonreír a Yuji. No sabía cómo o por qué, pero le estaba fastidiando el día a Sukuna y eso era una victoria. De hecho, se sintió bastante mejor, más fuerte. Si lo intentaba, sería capaz de levantarse. Lo sabía.

Pensó que podía pelear otro poco. Y fue lo que hizo.

Los ojos del rey (JJK SukuIta ff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora