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Cuando consiguió salir se sintió muy aliviado, llevaba una eternidad enacerrado en aquel lugar tan pequeño, o eso le parecía. Avanzar fue sencillo, como si hubiera nacido pare ello, para moverse por aquel lugar oscuro y desconocido. Al principio tenía curiosidad por todo, se pasaba los días recorriendo aquel abismo, interesándose por cada roca, cada partícula que flotaba, cada animalillo más pequeño que él que encontraba. Pero pronto se acabaron los lugares nuevos, pronto aquella inmensidad se convirtió en una prisión que a cada día se le hacía más pequeña.

Un día a la hora de comer su amigo le contó que un adulto que llevaba tiempo fuera había ido de visita y les había hablado de todo lo que allí había. "Dice que nada es igual, que comer no es tan sencillo como acercarse a la Piedra Verde, dice que tenemos suerte de ser aún pequeños". Él no entendía cómo los mayores podían decir estas cosas, lo que más deseaba era descubrir qué se escondía tras toda esa luz que venía de arriba, dejar de nadar, ser de una vez una rana. Veía a sus compañeros irse y se moría de envidia "¡Creced ya!" les decía siempre a sus aún pequeñas extremidades, pues para él nunca eran lo suficientemente largas. Entre soñar con su futuro y sus intentos de aparentar madurez para que lo dejasen salir como a los mayores, su cola y sus branquias desaparecieron, y se vio un día, aún sin poder creérselo, fuera de su casa, a unos pasos pero a la vez muy lejos, en otro mundo, y creyó sentirse muy feliz.

Volvía de vez en cuando aunque sin ganas, no lo echaba de menos, o eso pensaba. Un día que estaba allí vio eclosionar a unos huevos y lo azotó un ligero sentimiento de nostalgia, aunque ya no recordaba haber vivido aquel momento, ni muchos otros de su infancia. Poco a poco dejó de volver, cada día se iba más lejos, explorando aquel sorprendente mundo que su aún alma de renacuajo deseaba conquistar. Pero lo que al principio parecía aventura acabó siendo rutina, y esa libertad que había sentido se esfumó apagada por la fuerte dependencia a estar siempre cerca del agua, la dificultad de conseguir algo que comer y la constante precaución ante los numerosos peligros y la posible muerte que siniestramente lo acechaba. Cada día lo pensaba más, no temía a la soledad, ni al dolor, ni a la noche, temía que pudiesen matarlo, desaparecer y no ser nada, nunca más nada. Se acabó sintiendo no solo preso de ese mundo, sino de su propia existencia.

Un día comiendo se atragantó, notó como su pecho se paralizaba, cómo su vista se nublaba y como sus manos se adormecían. Iba a morir, lo sabía, pero no tuvo miedo, solo sintió tristeza. El tormento de estar a punto de desaparecer le azotó el corazón más fuerte incluso que el dolor que la asfixia le causaba. Solo entonces se dio cuenta de que nunca había sido nada, solo una existencia vacía que pronto se desvanecería como el último aliento que se aferraba a sus pulmones, casi tan fríos como su alma. Y entonces pensó que quizás la libertad solo había existido en su mente, que quizás siempre había sido un prisionero, porque aunque hubiera podido vivir sin agua, o sin comer ni ser comido, la muerte habría acabado llegando para dejarle claro que la verdadera dueña de su vida, la que lo aprisionaba, era ella.

RanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora