El incesante repiquetear de la lluvia en su caída eterna sobre las calles de la ciudad llevaba una cadencia extraña al oído de aquellos ya más que acostumbrados a su sonido sin fin. Era el sonido de la muerte y la desesperación. Sentado en su magnífico sillón, fabricado con el mejor cuero del que se podía disponer y adornado ostentosamente con fino hilo dorado, el Hombre Coronado oye el oscuro sonido que ni la lluvia puede detener. Y mientras lo oye llora. Llora amargamente. Por lo perdido, por lo desperdiciado, por todos los errores cometidos, pero es demasiado tarde. Ningún lamento puede alejar ya a la muerte, que se acerca inexorable al salón, tiempo atrás cálido, reconfortante, un símbolo del poder que el Hombre Coronado ostentaba. Pero ese tiempo había pasado. Ahora solo queda frío. Un frío gélido, que penetra hasta los huesos, para acompañar al Hombre Coronado.
Cada instante de tiempo que trascurre los gritos suenan más altos, más lastimeros. Incluso a sus orificios nasales comienza a llegar el fétido olor de la muerte. El Hombre Coronado sabe que se acerca cada vez más, que es imposible detenerla, pero aun así llora. Y reza. Reza a la naturaleza, a su Dios, a cualquier ser divino del que oyó hablar alguna vez, pero todo es en vano, ningún dios oye las suplicas preñadas de terror del Hombre Coronado. Solo las frías paredes escuchan sus lamentos.
Con un estruendo similar al del trueno las grandes puertas talladas en duro granito y recubiertas por piedras preciosas, cuyas titilantes luces brillaban más allá de cualquier imaginación y que extrañamente ahora lucen vacías, opacas, endebles, se abren lentamente. De ellas emerge un hombre joven, el Hombre Coronado le observa y ve en él la esperanza, el valor, la vida. Pero en sus ojos solo puede ver el miedo y la muerte.
-Se... señor- el Hombre Coronado ahora observa que el joven tiene una gran herida en el pecho de la que mana la sangre abundantemente. Una herida mortal, el chico no sobrevivirá más de diez minutos. Otro cadáver que añadir a su cuenta personal. Otro de los frutos de sus errores- Están casi aquí, hemos intentado detenerles aquí en el palacio pero nos ha sido imposible. Son demasiados y demasiado fuertes, el resto de los que quedamos han decidido intentar retrasarles en las escaleras, quizás consigan el tiempo suficiente para que usted escape.
-No- su voz le suena extraña, siente la lengua pastosa y adormecida. ¿Quizás de aquí provenga todo? ¿De su inoperancia, de su propensión a la inacción?- No pienso huir mientras mis hombres dan su vida por mí. En otros tiempos lo hubiera hecho, pero no ahora. Ahora es el momento de luchar, el momento de morir si así acontece.
-Se... - la palabra muere en su boca mientras una espada atraviesa su caja torácica y parte su cuerpo en dos con un simple mandoble. Extrañado, el joven mira con incredulidad a su señor y cae. Cae en lo que parece una caída sin final, pero el duro suelo recibe su cadáver, al igual que los infiernos reciben un alma nueva.
Tras la espada entra un hombre de acero, como nunca había visto el hombre Coronado. Su cuerpo suena con cada movimiento. Con el mismo sonido que la lluvia. El sonido mismo de la muerte. Tras el entran otros muchos seres iguales, algunos de los cuales muestran el mismo cuerpo metálico pero a la vez una cara humana. Desgarradoramente humana. Es en ese momento cuando el hombre coronado comprende que no son seres de acero, sino que es una armadura, aunque no logra comprender como puede un ser humano moverse con esa cosa atada al cuerpo.
Aquel que había atravesado al chico se acercó lentamente, con una gran sonrisa lobuna tras el visor de la parte que cubría la cabeza.
-¿Puedo asumir que usted es su líder? – la voz del Hombre de Acero por un momento desconectó el cerebro del Hombre Coronado, era profunda y grave pero pausada e increíblemente amable. Pocas veces había oído una voz similar, siempre perteneciente a grandes hombres. Mucho más grandes de lo que él fue o es.
-En efecto, soy el líder de esta tierra, soy... - hacía tiempo que el Hombre Coronado había olvidado su nombre. Tras colocarse la corona dorada, finamente adornada con rubíes tan grandes como un puño de bebe, su nombre se había escondido en la más profundo de su memoria, olvidado por todos, pues a partir de ese momento solo era el rey, el señor, el general. Hasta ese momento su nombre había quedado relegado, opacado por la corona que tanto poder le había dado, pero ahora, el nombre llegó tan claro como el agua, como si siempre hubiera está allí, esperando esa oportunidad – Soy Aelle, el rey de Sadalfev.
-Es un placer Aelle. Se podría decir que yo soy tu... sucesor -el Hombre de Acero no dejaba de acercarse y sonreír. Una sonrisa horrible. Una sonrisa que solo evocaba a la muerte y la agonía. Con un esfuerzo levantó su bastón y comenzó a recitar las palabras en el extraño Idioma del Poder, a pesar de tantos años sin pronunciar las palabras surgían rápidas, sin vacilación, al igual que en su juventud, cuando luchaba sus propias batallas. Inmediatamente un gran dragón de agua surgía a su espalda, era una terrible visión, sus fauces bastaban para engullir a una docena de hombres con facilidad. Ni siquiera el enorme salón podía contener el cuerpo completo del dragón, que debía encorvarse para caber.
Con un simple movimiento de Aelle el dragón se lanzó sobre el Hombre de Acero, con las enormes mandíbulas abiertas y dispuestas a devorar y destrozar al conquistador. Cada vez se acercaba más y más, pero el Hombre de Acero no retrocedía, ni siquiera se movía de su sitio. Esperaba pacientemente la embestida. Cuando el dragón llego a su objetivo, este simplemente alzo la mano y dio un manotazo a la masa viviente de agua, que colapsó dejando una fuerte llovizna en el salón, similar a la que en esos instantes caía sobre los tejados y las calles.
-Impresionante. Sin duda impresionante. Pero inútil. La próxima vez que intentes asesinar a alguien, intenta acertar- Aelle no podía moverse, aún estaba impactado por lo que acababa de observar, su mayor técnica, rechazada con tal facilidad. Mientras el rey intentaba escapar del estupor, el Hombre de Acero no cesaba en su acercamiento, cada vez estaba más y más cerca pero el rey seguía sin moverse. Con un fluido movimiento el Hombre de Acero saco un cuchillo y rebano el cuello del monarca. Salpicando el empapado suelo con un profundo reguero de vida.
-Bueno, parece que todo ha acabado- con un mandoble de la pesada espada que llevaba en la mano izquierda separo totalmente la cabeza de Aelle de su tronco, mientras la corona caída pesadamente sobre el agua teñida por la sangre de su anterior propietario. Agachándose y recogiendo la ostentosa corona, el Hombre de Acero se la coloco en su propia cabeza a la vez que cogía con la mano derecha, ahora libre del cuchillo, la cabeza del difunto monarca.
Saliendo al solemne balcón que poseía la estancia, de las idénticas ciclópeas dimensiones que el propio salón, recubierto de mármol blanco perfectamente pulido, lleno de batallas grabadas en la barandilla, el Hombre de Acero alzo la voz. Una voz tan potente que todos en la aldea pudieron oírla.
-Gentes de Sadalfev, escuchadme. Vuestro rey ha muerto, todos vuestros guerreros han perecido a manos de los míos. La aldea está bajo mi total control y llevo en mi cabeza vuestra corona. Soy vuestro nuevo rey. Podéis llamarme Xarn. Mas no temáis, pues no habrá represalias hacia ninguno de los ciudadanos. En este momento vuestro reino entra en una nueva etapa. Una etapa de gloria. Una etapa en la que ya no seréis ninguneados, una etapa en la que el mundo se inclinara ante vuestros pies. Pues mis guerreros y yo sumiremos este mundo en el caos, y de ese caos surgirá un nuevo Estado, más poderoso que cualquiera en la historia. Este solo es el inicio.
La lluvia cesaba el repiquetear por primera vez en muchos años, mientras las calles seguían llenas de los cadáveres de aquellos que intentaron detener el avance de Xarn y sus guerreros. Ahora el viento solo llevaba el sonido de los llantos. Pero Xarn sonreía. Sonreía por lo logrado. Por lo que aun debía lograrse.
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Tierra en Caos
FantasyLas tierras del gran Continente Adelfano llevan siglos de aparente tranquilidad. La población crece, los alimentos no escasean, las guerras son infrecuentes y suaves. ¿qué puede ocurrir cuándo en estas pacíficas tierras llega una poderosa fuerza ex...