Capítulo 25 - Adiós a la hacienda Elizondo

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Dicen que el tiempo lo cura todo y por una vez en su vida, Sara comenzó a creer en la frase.

Los últimos meses habían sido horribles.

El funeral de Gabriela.

La investigación policial por lo sucedido.

Afrontar las deudas que Fernando había contraído en nombre de su mamá.

Enfrentarse a los esbirros de Armando que querían vengar su muerte, así como a las exigencias de los Rosales para compensar económicamente el "asesinato" de su hija.

Y como no, esa sociedad tan sucia que había tratado de aprovecharse de ellos.

Pero por fin, todo volvía a la calma.

La tumba de Gabriela se había convertido en un lugar de peregrinación para las hermanas Elizondo.

Dolía.

Dolía demasiado, sin embargo, al igual que el fallecimiento de su papá, estaban aprendiendo a lo que era vivir sin ella.

La investigación policial concluyó como uno más de las decenas de casos que sucedía en la región.

La banda de Armando Navarro se disolvió, llevándose consigo su antro de operaciones que era el bar Alcalá, y por siguiente, haciendo desaparecer a Rosario Montes. Las buenas lenguas decían que se había casado con algún viejo millonario y ahora su vida estaba rodeada de lujos y comodidades en algún punto del mar caribe, mientras que las malas lenguas... En fin, era mejor creer en lo bueno.

Los Rosales también desaparecieron, avergonzados y repudiados por esa misma sociedad que ahora llamaba a su puerta para preguntar por lo mismo...

¿Está la hacienda Elizondo en venta?

–Quizás deban aceptar una de esas ofertas.

El abuelo volvía a sonreír y aunque tardó en hacerlo, fueron sus biznietos los que consiguieron que lo hiciera de nuevo. Juan David y Andrés descansaban sentados en su regazo, jugando con su bigote y tirando de su cabello.

Los Reyes y las Elizondo estaban reunidos en la sala de la hacienda de los Reyes. Debatiendo y contemplando que opción debían de tomar.

No habían vuelto a entrar en la que un día fue su casa, al menos no las hermanas Elizondo, para ellas y el abuelo, la casa de su niñez se había convertido en una memoria viva del fallecimiento de Gabriela.

–A mí no me gustaría ver a un extraño viviendo en la casa.

Jimena se había negado por completo a las ofertas de compra. Era un lugar muy personal, pero a la vez era inviable regresar como si nada.

–Y ninguna de nosotras la quiere habitar de nuevo... Pero tampoco podemos dejar que la casa se convierta en una ruina –Norma suspiró. Ese debate lo habían tenido desde hacía seis meses. –Aun así, Sara es la que tiene la palabra. Como heredera es su decisión.

La decisión de Sara.

No era su herencia, al menos no moralmente.

Esa no era su decisión, sino de todos los miembros que formaban esa familia, incluidos el abuelo y los Reyes.

–No es mi decisión, es la de todos –apuntilló–. Y como ustedes, me duele ver la casa o pensar en habitarla o venderla a cualquiera.

Las ofertas de dinero había sido muy importantes, pero el dinero era lo de menos. Ni todos los billetes del mundo podrían borrar su recuerdo.

–¿Y qué hacen con ella? ¿La destruyen? –resopló Óscar con un atisbo de humor.

Destruirla.

Derrumbarla.

La decisión de SaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora