Amanda sostenía la mano fría de su madre, sus dedos pequeños aferrándose con desesperación. El sonido del reloj en la pared marcaba el paso del tiempo, cada tic-tac resonando en su pecho como un martillo. La habitación, normalmente llena de vida y risas, estaba ahora sumida en un silencio sepulcral.
— Mamá, por favor, no te vayas — susurró Amanda, su voz quebrada por el llanto.
La madre de Amanda abrió los ojos, con un esfuerzo visible. Su mirada, siempre llena de amor y calidez, era ahora un espejo de dolor y resignación.
— Amanda, mi amor... — dijo con voz apenas audible. — Cuida de tus hermanos. Ellos te necesitarán.
Amanda asintió, las lágrimas rodando por sus mejillas. Sintió una mezcla de miedo y determinación, una carga que sabía tendría que llevar de ahora en adelante. Su madre apretó su mano una última vez antes de que su respiración se detuviera y sus ojos se cerraran para siempre.
El corazón de Amanda se rompió en mil pedazos. La vida en la hacienda, con su padre siempre ausente y sus hermanos tan pequeños, de repente parecía una montaña insuperable.
Las siguientes semanas fueron un torbellino de eventos. El funeral fue un evento sombrío, con familiares y amigos ofreciendo sus condolencias mientras Amanda se mantenía cerca de sus hermanos menores, consolándolos como mejor podía. El Sr. Guillermo, su padre, estaba presente pero distante, su mirada perdida y su rostro inexpresivo. La tragedia parecía haberlo dejado congelado, incapaz de conectar con el dolor de sus hijos.
Amanda, con solo doce años, asumió el papel de madre para sus hermanos. Cada mañana se levantaba temprano para preparar el desayuno y asegurarse de que todos estuvieran vestidos y listos. Los días pasaban en una rutina monótona: lecciones en casa con el tutor, cuidar de los pequeños, y las noches en soledad, extrañando a su madre y deseando un abrazo que nunca llegaría.
El Sr. Guillermo, aunque vivía en la hacienda, estaba emocionalmente ausente. Pasaba la mayor parte del tiempo en su oficina o fuera, en interminables reuniones de negocios. Cuando estaba en casa, sus conversaciones con Amanda eran breves y formales, casi como si estuviera interactuando con una desconocida.
A medida que Amanda crecía, su sentido de responsabilidad solo aumentaba. A los quince años, sus días se dividían entre sus estudios en casa y el cuidado de sus hermanos. La hacienda, con sus vastos campos y majestuosa casa, se sentía como una prisión dorada. Sus únicas escapadas eran los eventos sociales en el pueblo, viajes que hacía más por obligación que por deseo.
Fue entonces cuando su tía Genoveva, la hermana de su madre, intervino. Genoveva era una mujer decidida y de gran corazón, y no podía soportar ver a su sobrina confinada y sacrificando su juventud. Insistió al Sr. Guillermo que Amanda debía vivir con ella en la ciudad y estudiar en una escuela normal, entre otros jóvenes de su edad. Después de un año de persistente insistencia, Guillermo finalmente cedió.
El viaje a la ciudad fue largo y lleno de emociones encontradas para Amanda. Ocho horas en auto, dejando atrás a sus hermanos y la hacienda que conocía tan bien. Aunque temía por ellos, una parte de ella anhelaba el cambio, la posibilidad de una nueva vida.
Genoveva vivía en un barrio de clase media, un lugar modesto comparado con la opulencia de la hacienda. Amanda se inscribió en una escuela local, a unas pocas cuadras de la casa de su tía. La vida aquí era diferente, más vibrante y caótica, con ruidos de la ciudad y calles llenas de gente.
Frente a la casa de su tía vivía la Sra. Martha, una mujer amable que era muy amiga de Genoveva. Martha vivía con su esposo Marcos y su hijo Rubén, de dieciocho años, que asistía a la misma escuela que Amanda. Al principio, Rubén no mostró mucho interés en Amanda, suponiendo que ella era una chica rica y presumida. Sin embargo, las frecuentes visitas de Genoveva a Martha obligaban a Amanda a acompañarla, lo que llevó a que los jóvenes tuvieran que interactuar. En una de esas visitas, Martha pidió a Rubén que mostrara la casa a Amanda. A regañadientes, Rubén accedió, pero pronto se sorprendió al descubrir que Amanda era diferente de lo que había imaginado. Era callada, amable, de buenos modales y, aunque refinada, no lo hacía sentir inferior.
A partir de entonces, Rubén y Amanda empezaron a pasar más tiempo juntos. Hablaban de sus sueños y aspiraciones. Rubén quería ser empresario y trabajar para crear su propia empresa. Amanda, por otro lado, aún no sabía qué quería hacer con su vida, pero las ambiciones de Rubén la inspiraban a reflexionar sobre su propio futuro.
En otra ocasión, él preguntó por su madre, y ella le contó que hacía cuatro años había muerto y sus tres hermanos menores, todos varones, actualmente tenían once, nueve y siete años. Amanda compartió con él la tristeza de extrañar a sus hermanitos, quienes a su corta edad también la echaban de menos. A pesar de la distancia física, el lazo familiar seguía fuerte en su corazón. Además, ella añadió que su padre siempre estaba ocupado con sus negocios y apenas les prestaba atención, solo intervenía en decisiones importantes sobre ellos, lo que dificultaba cualquier conversación significativa con él.
Y así transcurrió un año, sin que los mayores se dieran cuenta de que entre ellos florecieron sentimientos de amor.
En un momento de valentía, él le pidió que fuera su novia, y aunque Amanda estaba llena de dudas y miedos, su principal temor era la reacción de su padre, consideró que, si él no se enteraba, todo estaría bien. Con la condición de mantener su relación en secreto para evitar el escrutinio de su padre y la posible intervención de su tía, Amanda aceptó ser su novia.
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Historias de amor sin final feliz
RomansaEsta colección presenta relatos que inicialmente parecen dirigirse hacia un final feliz, como aquellos de los cuentos de hadas donde la magia parece resolverlo todo. Sin embargo, estas historias exploran el lado opuesto de la moneda, mostrando la cr...