Memoria

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Recuerdo el día en el que te conocí. El día en el que tus padres decidieron que necesitabas un amigo. Mis ojos os rozaban mientras os movíais por la tienda de antigüedades, colgada de la gran mano de tu papá, retraída mientras te guiaba por el gran piso. Os parasteis frente a un estante lleno de viejos libros, juguetes y cajas de madera. Yo estaba allí, entre las estanterías, rodeado de los olvidados. Y tú, valientemente, dejaste la mano de tu papá, y con tus ojos brillantes y curiosos, sostuviste mi pelaje descolorido. Sentiste mi suave textura contra tus dedos, y me miraste como si hubieras descubierto un tesoro. Tanto tú como tu papá ya supisteis quién era al ver tu reflejo en mis ojos de botón. Ese fue el día en el que me elegiste.

Me pusiste el nombre de ese personaje que tanto te gustaba, del cual tu mamá te leía libros. Phineas. Luchaste mientras intentabas pronunciar el nombre. «Fi... Finn». Me llamaste Finn, y ese se convirtió en mi nombre. Fue un nombre perfecto para mí, pequeña.

Desde entonces, te sentiste más segura durmiendo por ti sola en tu apartada habitación, junto a la comodidad de la luz emitiendo de tu lámpara garabateada. Acurrucada y a gusto en mi vientre, escuchando el sonido de los latidos reincidentes de tu corazón. Esas noches frías vueltas algo más cálidas por el calor de tu cuerpo pegado al mío y el abrazo de tu manta cubriéndonos.

Siempre que te levantabas frente a mí y me contabas sobre como fue tu día, algo nuevo que aprendiste o manualidades que hiciste, yo estaba allí para escucharte y hacerme tendiente de tus historias. Sabías que nunca te juzgaría. Jugueteabas con mis orejas al rato que me halagabas con tus breves frases y palabras. Nunca fuiste capaz de dejar que otro juguete u objeto te distrajera, solo querías estar cerca de mí.

Pero a medida que pasaban los días, comencé a notar que algo no iba bien. Comenzaste a murmurar por ti misma, y tus palabras se volvieron indistinguibles. Note el temblor de tu pequeño cuerpo mientras peleaste por contener tus emociones. Tu habitación, una vez un lugar alegre, ahora transformada en una cueva poco iluminada. Los colores de la habitación se oscurecieron y los sonidos a nuestro alrededor se volvieron repetitivos y apagados. El peso de tus lágrimas y sollozos embozados cuando me agarrabas se abatían sobre mí, amenazando con molerme. Ansiaba consolarte. Sentía que me hundía en un maremoto de emociones, no entendiendo nada sobre ellas, sin nadie quien pudiera ayudar. No sabes lo mucho que desearía haberte devuelto tus abrazos en aquellas terribles ocasiones.

Tus padres se preocuparon y decidieron llevarte al médico. Te aferraste a mí, sentada en la sala de espera en la que estuviste tantas otras veces previas. La desgastada tela de las sillas crujiendo, podía sentir la preocupación que irradiaban tus padres. Sus manos, ya no eran firmes y tranquilas. Ahora se picoteaban a un ritmo entrecortado sobre los reposabrazos. Los ojos de tu madre se desviaban hacia ti cada pocos segundos, como si buscara alguna señal de mejoras, algún atisbo de comprensión que explicara el repentino cambio en tu comportamiento. Tu papá estaba igualmente aprensivo. Sus ojos se entrecerraban mientras miraba al tablón de llamada al paciente, con la mente plagada por los peores escenarios. Las luces fluorescentes parecían zumbar con insistencia, y el aire estaba cargado con el peso de su preocupación. Tiesa, sin ser totalmente consciente del ambiente en el que te encontrabas, solo agarrándome. Te sentías como una extraña en ti misma. Y entonces, tu nombre apareció en el tablón, al igual que una voz pronunciándolo. La ansiedad de tus padres se disparó una vez más mientras te ayudaban a ponerte en pie, sus manos en tus brazos te guiaban hacia la sala de exploración.

El médico te dio una sonrisa forzada al preguntarte como estabas, intentando hacerte sentir bienvenida, sabiendo que no podrías contestar. Habló de medicamentos y tratamientos, pero no podías entender lo que decía. Tus ojos se posaban en mí, buscando la seguridad de que siguiera allí. El médico empezó a hablar de una nueva medicación; sus palabras volviéndose más borrosas una tras otra. Tu papá asintió con la cabeza mientras el señor le explicaba, y tu mamá intentaba contener sus lágrimas. Pude sentir su impotencia en ese momento. Los médicos empezaron a preparar la prescripción y tus papás dieron el consentimiento final para el tratamiento. Tu mamá te abrazó fuerte, mientras tu papá le acaricio. Regresamos al coche en silencio, agarrada de mí en una mano y de tu mamá en la otra, con el único sonido del suave crujido de las hojas con cada paso y el zumbido lejano del tráfico rodeándonos. Tus padres hablaron en voz baja y con urgencia, con miradas alarmadas hacia ti, y tú, sin decir nada, seguiste aferrada a mí.

El cielo añil indicaba el final del día. Mientras te daba el beso de buenas noches sobre la suave superficie de tu cama, tu mamá te acaricio y te susurro dulzuras al oído. Se levantó para dirigirse hacia la puerta, confiando en que te sentirías mejor pronto. Sin embargo, cuando se fue, tu cabeza se inclinó hacia el suelo y tu expresión cambió. Tus ojos dejaron caer arroyos de angustia por el dolor que le diste a tus padres en lo que pareció ser un buen día, o de saber que tus problemas no habían terminado. Ese día supe que mi propósito era más grande que el de solo ser un juguete.

Cuando estabas sumida en pesadillas y miedos, veías sombras donde otros no las veían, o escuchabas voces que te atormentaban, yo estaba allí, siempre a tu lado. Cada noche, me acercaba a ti y te susurraba al oído: «Toma tu medicina, todo estará bien». Tú lo hacías, confiando en mi voz suave y reconfortante, con fe en que los monstruos se fuesen. Intenté reconfortarte, ofrecerte el poco consuelo que podía. Te rodeaba con mis extremidades, abrazándote para calmar la tormenta en tu cabeza.

Cada vez que no podías dormir por las voces que se apoderaban de tu cabeza, te susurraba cuentos y canciones para apaciguarlas, hasta que tus ojos se cerraban. Juntos éramos valientes exploradores, capitanes de barco o astronautas. Viajamos a lugares lejanos y vivimos aventuras que solo existían en tu imaginación. Me encantaba ser parte de esas fantasías. Eras tan libre y salvaje en esos momentos. Entonces tu sonrisa fue mi mayor recompensa, sabiendo que, por un momento, te olvidaste de los males. Pero aunque te hacías más vigorosa con cada día, seguías teniendo dificultades. Me hablabas de las hablas que seguías oyendo, las que te susurraban al oído por la noche. Te escuchaba con atención, tratando de calmarte, ofreciendo palabras de consuelo.

Te recordaba que eras fuerte. Que podías superar cualquier obstáculo.

Tus padres sonreían al vernos, sabiendo que yo era más que simplemente un juguete para ti. Era tu compañero, tu confidente y tu refugio. Les contabas sobre todo lo que hacíamos, y ellos estaban satisfechos. Si solo podrían haber visto lo que tú veías en mí...

Los años pasaron y tú creciste. Tu mente se aclaró lentamente. Los sonidos que solo tú podías oír se desvanecieron como las sombras al amanecer. Nuestras conversaciones evolucionaron. Hablábamos de libros, de deportes, de tus sueños... De todo lo que te interesaba ahora.

Uno de mis días favoritos fue cuando te aventuraste a salir al mundo y me llevaste al parque. Juntos nos balanceábamos suavemente en los columpios y contemplábamos las nubes. El sol echaba nuestras sombras moteadas sobre el césped y el aroma de la hierba recién cortada llenaba el aire. Mientras tus padres te perseguían intentando pillarte, me sostuviste fuertemente y sonreí de alegría al verte sentir el calor del sol en tu piel y ver el suave brillo dorado de tu pelo. Sentí como la brisa fresca me rozaba el pelaje mientras me reía contigo. Me encantaba tu risa contagiosa. Fue un día de pura inocencia, y sencillez, sin preocupaciones ni dudas. Y en ese instante, me sentí orgulloso de ti, Elena.

Con el transcurrir del tiempo, todos esos niños que en un pasado se apartaron de ti por tu comportamiento se volvieron amigos. Volviste a ir al colegio y comenzaste a vivir más. Y aun así, nunca te olvidaste de mí. Ya no eras la niña que me llevaba a todas partes, pero siempre me mantenías cerca. Aún me hablabas, aún me abrazabas cuando te sentías asustada o sola. Y yo siempre estaba allí para ti, ofreciéndote mi apoyo y mi orientación. Mi presencia seguía siendo un asilo para ti, donde podías encontrar tranquilidad.

Pero sabía que mi propósito en tu vida ya estaba llegando a su fin. Me estaba volviendo más débil con cada día que pasaba. Pronto notaste un cambio en mí. Me costaba responder a tus palabras y se te hacía más difícil oírme. Ya no podía responder a tus preguntas ni devolver tus cariñosos abrazos. Pude ver tu frustración y sentir tu pena. Me di cuenta de que ya no era necesario para ti como antes, pero no podrías haberlo sabido. Y entonces, con tus últimos esfuerzos en sacar algo de mí, vi cómo llorabas. Cómo te dolía decirle adiós a alguien que había sido tan querido para ti. Aunque supe que era hora de partir, estaba feliz, sabiendo que las cosas solo podrían mejorar para ti. Te quise y nunca dejé de quererte, Elena, mi niña pequeña.

Pequeña ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora