El Gigante de Metal

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El tren se deslizaba suavemente por las vías, rodeado de un paisaje verde y ondulado. Joseph Castillo miraba por la ventana, perdido en sus pensamientos. A cada kilómetro recorrido, sentía que dejaba atrás un poco más del peso de su pasado. Porto Cielo , el destino final de su viaje, era un lugar del que había oído poco, pero todo indicaba que sería el lugar perfecto para empezar de nuevo.

El tren disminuyó la velocidad y finalmente se detuvo en una pequeña estación. Joseph recogió su maleta y descendió del vagón con una mezcla de nerviosismo y anticipación deseando por un breve momento que este gigante de metal lo haya traído a su destino en más de un sentido. Las ruedas de su maleta chirriaban sobre los adoquines, creando un eco amistoso en las calles del pueblo. Puerto Cielo, como se le conocía entre los pocos que lo recordaban, parecía una cápsula del tiempo, llena de encanto y posibilidades.

El joven observó las fachadas de las casas, muchas de ellas cubiertas por una capa de musgo y enredaderas, que les daban un aire pintoresco. Las ventanas cerradas sugerían vidas tranquilas, y Joseph sintió una chispa de esperanza al imaginar su nueva vida en este rincón del mundo.

Encontró un pequeño hostal al final de la calle principal, su única señal una placa de madera que colgaba sobre la puerta. El interior estaba decorado de forma sencilla, pero acogedora. Una anciana de aspecto amable, lo recibió con una sonrisa.

—Bienvenido, joven. ¿Vienes a quedarte por un tiempo? —preguntó la mujer mientras le entregaba una llave.

—Sí, más o menos —respondió Joseph, sintiendo el peso de sus palabras.

Esa noche, mientras se acomodaba en la pequeña habitación que sería su refugio temporal, Joseph pensó en las oportunidades que este lugar podría ofrecerle. Cerró los ojos con la esperanza de que el sueño lo revitalizara, y por primera vez en mucho tiempo, encontró un descanso reparador.

A la mañana siguiente, el sol se filtraba suavemente a través de las cortinas, llenando la habitación con una luz dorada. Joseph decidió explorar el pueblo, con la esperanza de encontrar algún trabajo que le permitiera mantenerse ocupado. Caminó por las calles empedradas, saludando con una sonrisa a los habitantes que encontraba, hasta que llegó a la plaza central.

Allí, un mercado local estaba en pleno apogeo. Los vendedores ofrecían sus productos con entusiasmo, y el murmullo de conversaciones llenaba el aire con una energía vibrante. Joseph se detuvo en un puesto de frutas, donde una mujer de mediana edad le sonrió al verlo.

—Buenos días. ¿Te interesa algo en particular? —preguntó ella.

—Estoy buscando trabajo, en realidad. Me gustaría establecerme aquí —respondió Joseph.

La mujer lo miró con curiosidad y, después de un momento de reflexión, asintió.

—Habla con el señor Herrera, él siempre necesita ayuda en su cafetería. Está al final del camino hacia el este del pueblo.

Con una nueva dirección en mente, Joseph agradeció a la mujer y se dirigió hacia la cafetería. Cada paso le hacía sentir que se adentraba más en su nueva vida.

Al llegar a la cafetería estaba un estaba cerrada pero tuvo la suerte de ser recibido por un hombre corpulento con una barba espesa y manos callosas. El señor Herrera lo observó detenidamente antes de hablar.

—Así que buscas trabajo, muchacho. Espero que no tengas miedo de ensuciarte las manos —dijo con una sonrisa.

Joseph respondió con entusiasmo.

—No, señor. Estoy listo para trabajar.

El señor Herrera asintió, y así, con una nueva responsabilidad y un lugar donde trabajar, Joseph comenzó su vida en Puerto Cielo. Sin saber que, en ese pequeño pueblo, no solo encontraría trabajo y refugio, sino también la oportunidad que tanto temía como buscaba de encarar los sucesos que lo habían traído aquí.

Yo (no) Soy Un Héroe Donde viven las historias. Descúbrelo ahora