El camino de la cornisa

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Camino por una cornisa. A mi izquierda un edificio con ventanas yace en el medio de la noche, a mi derecha, el vacío. Con mis pies descalzos siento el frío del mármol. El viento sopla, amenazante. Avanzo lentamente, un pie delante del otro. Voy pasando por las distintas ventanas del edificio. En la primera, un niño en el suelo juega con sus juguetes. Concentrado, hace volar aviones, conduce autos, crea su propio mundo, y vive en él con alegría. Sigo caminando hasta que llego a la segunda ventana. En esta visualizo una cocina, en la que una mujer con delantal, revuelve la cacerola con una cuchara de madera. De allí sale un olor exquisito. Me recuerda a mi madre cuando cocina y llena la casa de esos aromas de los que están hechos las familias. Avanzo. La próxima ventana está muy iluminada. Me detengo para mirar. Allí una pareja se besa apasionadamente y de fondo se escucha una melodía que dan ganas de danzar. Al final, el beso termina en un abrazo profundo. Y pienso, qué bello es amar. El hombre, aun abrazando a la mujer, comienza a mecerse. Y de pronto el abrazo se convierte en una danza, la danza del amor. La música se termina pero ellos siguen danzando, en silencio, mirándose, haciendo el momento eterno.

Yo sigo mi camino. Primero un pie, luego el otro y así sucesivamente. Hasta que llego a la última ventana. Esta tiene una luz tenue. Parece oscura. La ventana está abierta y el viento entra como un intruso, haciendo ruido y molestando a las cortinas, que se alborotan violentamente. Escucho un ruido, parece un quejido. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad de la habitación y logro ver una cama. Una silueta encima de ella, parece una bola meciéndose lentamente. Luego oigo el llanto. Comienza siendo bajito, como un susurro y se va haciendo más fuerte. Es tan profundo que siento unas lágrimas cayendo por mis mejillas. Quiero entrar, abrazar a esa persona y aliviar su dolor. Pero estoy paralizada. La silueta comienza a gritar, se sacude violentamente. Grita y se abraza con fuerza, con odio. La tristeza se ha convertido en odio. El dolor se manifiesta en un deseo por la muerte. Y, de repente, se hace silencio. Hasta el aullido del viento se calla. Entonces escucho unos pasos, rápidos como los de una rata escabulléndose. Siento el peligro.

La mujer aparece del otro lado de la ventana. Me ha descubierto, me mira fijamente. Sus ojos están irritados y exageradamente abiertos, junto con las ojeras le dan un aspecto macabro. Un relámpago produce un destello por unos segundos antes de que empiece a llover torrencialmente. En esos segundos logro ver su cara iluminada. Me invade el terror al descubrir que aquella mujer que me observa no es más que mi propia imagen. Ella también me identifica. Nos miramos fijamente, asombradas. Alzamos las manos, nos las rozamos suavemente. Tocamos nuestros rostros, los recorremos. Así nos descubrimos, nos encontramos. De repente, mi propio reflejo me sonríe. Pero no de alegría. Sus cejas se inclinan, formando una mueca horripilante. Los ojos inyectados en sangre se clavan en mí como dos dagas. Lentamente, levanta las manos. Me toma de los brazos con fuerza, me estruja como si fueran hojas secas de otoño. Grito de dolor, de miedo, de angustia. Y entonces puedo sentir como mi cuerpo pierde el equilibrio. Siento el empujón, las manos me sueltan y la caída se vuelve eterna. El vacío me absorbe, me transporta hacia lo desconocido. Cierro los ojos. Puedo sentir los últimos minutos, recuerdo las ventanas. Las gotas de lluvia me atraviesan, el viento me envuelve. Luego, todo termina. Ya no hay más dolor, para ninguna de las dos.

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⏰ Última actualización: Jul 05, 2015 ⏰

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