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Ojos como lunas cubiertas de lapislázuli. Bajo la luz del sol, y siendo preso del sueño, Suguru creyó haberse encontrado con dos gemas preciosas. Tardó en darse cuenta de que se trataba de su amigo. Lo veía sentado, inclinado sobre el respaldo de madera y con los brazos sobre el pecho. Ambos se notaban desde un extremo del salón al otro; se devoraban con implícita dulzura. Fue un momento de paz amena.

Satoru pegó un salto. Los zapatos lustrados dieron un golpe seco en la madera del suelo, arrastrando la suela con -falso- aburrimiento. Las manos dentro de los bolsillos y el lapislázuli brillando con fuerza cuando se encontró inclinado sobre el rostro de su amigo. Una sonrisa traviesa le escaló hasta las mejillas, ahora sonrosadas. Hacía calor.

-Buenos días -saludó Satoru, inclinando la cabeza-. ¿Acaso una mala noche? ¿Por qué la cara tan larga?

-Me estás cubriendo la luz del sol.

-¿No es incómodo dormir con la luz sobre el rostro?

-Es mucho más incómodo dormir con tu cara sobre la mía, Satoru. Me estás tirando todo tu aliento.

El culpable soltó una bocanada de aliento caliente y mentolado, consiguiendo un golpe en el centro del pecho que lo mandó tres pasos hacia atrás. Satoru reventó en una carcajada jovial que enriqueció la habitación para Suguru. Se detuvo con falsa molestia un momento, admirando la manera en que su amigo temblaba un momento antes de volver a conectar miradas.

Afuera, el estridular de una cigarra rompiendo el silencio.

Suguru se levantó de la silla, bostezando. Satoru lo siguió aferrado a sus hombros, en un abrazo incómodo. Ambos amigos salieron del salón, de camino a algún lado. Ninguno sabía dónde.

-¿No se te antojan unos fideos fríos? -preguntó Satoru. Miró hacia la calle un momento, viendo los autos pasar-. ¿No se te antoja algo?

-No lo sé... No tengo tanta hambre, la verdad. -Amigos cruzaron la calle. Cuerpo sobre cuerpo. El calor sin agobiarles en lo más mínimo-. ¿Quieres un helado?

-Pensé que no tenías hambre, chiquito.

-Satoru...

-Ya, ya. Mala mía -rio-. No te vuelvo a llamar así.

Suguru lo ignoró con una sonrisa.

Siguieron caminando. Vagaron entre bulevares; admiraron tiendas y jugaron en áreas de atracciones infantiles un instante. Se perdieron en las luces artificiales, recorrieron rincones frescos de la ciudad y se detuvieron a bajar el calor con un refresco. La sensación burbujeante de la lima les quemó el paladar seco con los primeros tragos. A punto de terminar de beber, Satoru señaló el borde de un muro, en el paso de un puente. Allí tomaron asiento, bajo el sol; cada vez más débil, más lejos de la vista. Se escondía detrás de una nube.

El calor comenzaba a suavizar su agarre. Satoru reforzó el suyo sobre la lata, viendo a su amigo quitarse la chaqueta. Llevaba una camisa blanca impoluta, apenas arrugada. Sin tanta luz no pudo ver a través de la tela.

-¿Hoy tienes que regresar temprano? -preguntó.

-No -respondió Suguru, tomando asiento de nuevo. Sacudió la lata para ver si tenía restos y bebió el último trago-. Mis padres van a estar en la casa de una tía, creo. No me dijeron mucho.

-Se ha de sentir genial no tener que ir a todos esos eventos familiares. Los odio.

Suguru sopesó sus palabras antes de soltarlas.

-¿Por qué no te gustan?

Satoru se encogió de hombros, jugando con la lata en su mano. En cuestión de segundos esta estaba reducida a un trozo de metal plano, parecido a una moneda gigante y delgada.

De los momentos que no regresan [SatoSugu]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora