Entonces, frente al estrado, Claudia se encontraba estoica, firme ante la bandera del país que tanto ansiaba gobernar. El Senado, abarrotado de líderes mundiales, hacía palpitar su corazón a gran velocidad, tal como aquella noche de marzo cuando Xóchitl rozó su mano.
—¡No! —pensó Claudia, conteniendo aquel dulce pero doloroso recuerdo.
Las cámaras del cuarto poder no perdían ni un solo detalle de su semblante. Tenía que mantenerse serena y no ceder ante los nervios; la ansiedad recorría su cuerpo como una fría brisa de invierno, como aquel invierno cuando en la cámara de diputados ambas mujeres perpetraron su amor.
—¡Que no! —volvió a gritar en su interior Claudia, conteniendo su sentir.
Claudia miraba a Andrés, aquel hombre al que tanto admiraba y cuya confianza recaía en ella con gran pesar. Parecía una estatua cuyo amable gesto transmitía tranquilidad pero mantenía sobriedad para no decepcionar con informalidades. Su fantasía estaba a punto de consumarse: estaba a minutos de ser la primera presidenta de México. Aquello con lo que tanto soñó finalmente se haría realidad. Pero, ante tal fantasía, recordó su primer y más grande anhelo... Xóchitl.
Las curvas de aquella intrépida ciclista la hacían temblar solo de pensarla. La sonrisa risueña de aquella mascadora de chicle amateur le hacía palpitar el corazón de emoción. Su humilde origen llenaba de admiración su alma. Recordó aquella noche en que se quedaron solas ante la cámara del poder legislativo. Cómo aquella tribuna federal, testigo de los más grandes enojos y rabietas de senadores, también había sido testigo del más dulce amor. Su piel fundiéndose con la de Xóchitl, sus labios expresando amor sin palabras, la desnudez física y espiritual de ambas amantes, era el más grande acto de pasión que había visto el país.
Finalmente, era la hora. Andrés se acercaba para entregarle la codiciada banda presidencial, para nombrarla la regente absoluta de este paraíso. Pero en la mente de Claudia no se encontraba México, solo estaba Xóchitl.
—¡Renuncio! —gritó Claudia para el mundo—. Durante los últimos seis meses mi único anhelo ha sido ser presidenta de México, pero durante los últimos tres años mi más grande y secreto anhelo ha sido ser Claudia Sheinbaum de Gálvez. Ante este tribunal, declaro mi amor a Xóchitl Gálvez, quien espero pueda perdonarme y volver a amarme.
La sala quedó en silencio. Todo México veía atónito cómo aquella mujer, con la cabeza en alto, bajaba de la tribuna y se perdía ante la salida de la cámara. Xóchitl, tras su televisor, veía todo el espectáculo y su marchito corazón floreció de nuevo. Salió a la calle, tal cual un infante yendo a abrir sus obsequios de Navidad. Gálvez Ruiz, con velocidad e ilusión, se dirigió a Candelaria para encontrar a su amada.
En una esquina encontró a Sheinbaum Pardo, recargada en un poste mirando con serenidad el atardecer. La suave brisa de diciembre acariciaba las mejillas de Claudia con gran ternura.
Gálvez bajó de su bicicleta y corrió hacia su amada. Claudia olió aquel dulce perfume de nopal con agave que tanto caracterizaba a Xóchitl y rápidamente identificó a la dueña de su corazón.
—¿Por qué? —increpó Gálvez—. Era la presidencia, ¿por qué dejarías el poder por mí?
—Mi dulce Xóchitl, el poder solo es una ilusión. La verdadera felicidad está en el amor. En el amor que me has entregado, aquel amor que tanto calor me ha brindado. Mi felicidad está en ti, en verte despertar por las mañanas, en verte preparar gelatinas, en verte pedalear, en verte pegar tus chicles donde encuentres, en verte expresar tu clasismo, en verte sonreír. Eso es mi felicidad; el poder no es necesario si te tengo a ti.
Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez cedieron ante su amor y reconciliaron su sentir con un dulce beso bajo un atardecer en Metro Candelaria.