Capítulo 10

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Una pesadilla a los ocho años fue la causante de mi noctámbulismo.

Había soñado que me tocaban los pies, unos tentáculos babosos y serpenteantes, que posteriormente me envolvían desde las piernas hasta el nacimiento de mi cabello, y me arrastraban a las profundidades de un pozo repleto de cadáveres.

Había despertado sudorosa, llorando a moco tendido, y con la humedad bajo mi cuerpo; del susto había mojado la cama y mis padres al entrar a mi habitación y darse cuenta de mi estado, me ayudaron a lavarme y cambiaron las sábanas.

Esa madrugada es un recuerdo fresco en mis pensamientos porque fue la primera vez que utilicé el cuadernillo que me obsequiaron por Navidad. Plasmé durante horas esas pesadillas, que se convirtieron días, hasta que el miedo desapareció de mi cuerpo y dejaba tras de sí las estelas de noches en vela y días en cama.

No me dormía por voluntad propia, sino cuando el cansancio podía más que mis ganas de mantener los ojos abiertos, en alerta.

La primera madrugada oficial en Darenvalley, se hicieron las cinco de la madrugada, y el sueño no llegó.

Había terminado el primer dibujo del cuervo y un segundo boceto de estructuraba en las hojas, como un castillo de naipes, con paciencia y dedicación.

Para ese segundo me olvidé por completo de mis principios y dibujé unos ojos realistas, humanos, cuyas pestañas eran las alas del cuervo y la mariposa, y las venas naturales del glóbulo ocular, eran pequeñas enredaderas con espinas.

Cuando lo terminé, me asusté tanto que arrojé el cuaderno lejos de mí.

Eran los ojos de Gabrielle.

Mientras que el recuerdo de Yrina se tornaba tan fugaz, Gabrielle se hacía más presente en mi memoria. No encontré ningún alivio en ese cambio, al contrario; mi pecho se agitaba salvajemente ante la imagen de su rostro apareciendo en mi memoria como guía para los trazos y mis manos, sudorosas como nunca antes, temblaban como si estuvieran sumergidas en agua fría.

Había permitido que se metiera a mi cabeza, a mis cuadernos, a mi arte, como si su presencia me hubiera creado tal impacto incapaz de pasar desapercibido o superar. Culpaba al cuervo y a las mariposas de sus antebrazos, a las espinas de su abdomen, a la negatividad entremezclada con la oscuridad que lo representaba.

Fui consciente que, en efecto, se había vuelto una pesadilla para mí.

Por primera vez, después de diez años, fui testigo de un amanecer. El sol empezaba a asomarse con timidez, frío, distante, e iba tintando el cielo de un anaranjado opaco. Las aves sobrevolaban el cielo, canturreando, las fogatas de las entradas se apagaban, y personas envueltas en mantas, salían a recibir un día más con sonrisas en sus rostros.

Nash y Cam fueron uno de ellos. Su manta traía el rostro de algún cantante famoso. Tomaron asiento en los bancos de madera, y ella recostó la cabeza en el hombro de él. Empezaron una animada conversación, donde ella señalaban puntos que el sol iba iluminando, y mi primo asentía como si hubiera lógica en esas palabras y posteriormente dejaba besos en su frente.

Quise representarlos de alguna manera. Estaba tan eufórica por la falta de sueño, que el perfeccionismo que brotaba de mis extrañas para con los dibujos más elaborados, había quedado en el olvido; había hecho dos esa madrugada, y había empezado un tercero teniendo como protagonista una manta y dos sombras difusas que contemplaban una estela de luz con devoción.

Sin embargo, aquella euforia fue drenándose de mi cuerpo a la hora del desayuno.

Escuché a Gio gritarle a Gabrielle que lo esperarían en el restaurante, y luego los pasos pesados que le pertenecían a él de los que trágicamente me había familiarizado. Lo seguí con cautela, con el cuaderno bajo el brazo y el lápiz dando vueltas entre mis dedos.

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